viernes, 21 de diciembre de 2018

En el contexto de una entrevista en el Mega, Piñera se refirió a la posible ley que sancionaría el negacionismo de la violación de los derechos humanos. Decía ser crítico con lo que pasó durante la dictadura, pero no por eso iba a estar de acuerdo con penalizar a quienes se declaren negacionistas, puesto que "cada uno es dueño de pensar lo que quiera" y en un Estado democrático lo que se castiga serían las conductas y no determinado pensamiento, sea del color que sea. Para ejemplificar este punto, por supuesto, asoció a Orwell con el tan mentado crimental, acotando que penar con cárcel el pensamiento sería algo que ni siquiera en el oscuro sueño de Orwell, ‘1884’ (sic), estaría permitido. En un nuevo lapsus irrisorio, Piñera adelantó casi con un siglo de diferencia la distopía sobre la policía del pensamiento bajo un régimen totalitario. Así, para el presidente, aquel crimental recaería exclusivamente sobre el sector negacionista, al cual ampara bajo el manto de la libertad de expresión. El negacionismo sería para él otra de las tantas facetas de una diversidad ideológica, auspiciada por la democracia del siglo XXI. En cambio, lo totalitario sería precisamente aquella ley que pena la apología o la negación de los crímenes de lesa humanidad. Todo lo sostenido por el sector oficialista respecto a esto, podría resumirse en aquella célebre frase falsamente atribuida a Voltaire: ‘Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo’. Como puede verse, el problema, -a años de Orwell-, sigue siendo el límite, el estrecho límite entre la tolerancia y la censura. Te tolero, te refuto o te pongo la mordaza y te acallo.
"Hasta el momento el espectáculo sigue", sentenció hace poco el empresario encargado del show pirotécnico en Valpo, Jorge Cayumán. Sostuvo que, pese a las amenazas de los portuarios, ya estaban trabajando en el montaje de la utilería, haciendo valer un contrato preparado hace más de 200 días. En caso de suspensión, Cayumán afirmó que debe existir alguna clase de acuerdo contractual. Además, señaló que el gasto por eventual indemnización debía correr a nombre de la mismísima municipalidad. Cayumán llama a realizar de todas maneras el show de todos los fines de año, porque así lo estipula la tradición. Luego, termina lamentando la situación de los trabajadores eventuales y deseando que el conflicto portuario se solucione pronto. No lo quiere confesar, pero su mayor preocupación siguen siendo los fuegos artificiales que tanto simbolizan el erario porteño, su marca de exportación generando dividendos jugosos al alero del desconcierto colectivo. Después de todo, se trata del comercio, el ente que mueve el interés de las masas, el rito que solo exhibe la pirotecnia de su propio desentendimiento. Vamos -dice Cayumán- luchen por lo suyo bajo barricadas y lacrimógenas, yo los estaré apoyando desde el otro lado; mientras tanto, nosotros, hombres de negocios, brindaremos con champaña, un abrazo protocolar y una vista exclusiva en el puerto, porque así lo indica el contrato; seguiremos convocando visitantes de todas partes del globo, estupefactos, mirando hacia la noche llena de colores destellantes, porque así lo indica el contrato. El espectáculo debe seguir a como dé lugar, esa es la premisa, y ninguna demanda ni lucha podrá aplacarlo, por más imperiosa que parezca. Valparaíso, sociedad anónima del espectáculo. Valparaíso, espectáculo boca arriba que continúa pese a todo, celebrando la idea de su propia postal incendiaria frente al acabóse.
Con un amigo analizábamos el tema del puerto. Aparte de lo estrictamente laboral, la automatización cada vez más creciente constituía otro motivo. Sin ir más lejos, los de Ultraport habrían comprado unas grúas modernas con las cuales podrían prescindir cada vez más del elemento humano. Súmale a eso cláusulas de trabajo eventual con el beneplácito de cada gobierno, y tenemos la fórmula exacta del conflicto. El amigo mencionaba que en su propio terreno de trabajo (energía y electricidad) había empresas de ese tipo: con renovaciones aleatorias, sin vacaciones, sin antigüedad, y contando con una lógica de servicios no muy distinta a la de las pulperías del siglo XIX. A todo esto se adhiere el nuevo fenómeno de la automatización que puede reemplazar la fuerza de trabajo humana por aparatos mecánicos o tecnológicos en puntos estratégicos, lo que redundaría finalmente en esta precarización, sin otra razón de ser que la propia necesidad de la empresa en aras de la productividad. La precarización de las condiciones de trabajo resulta una circunstancia histórica, pero la automatización constituye por sí sola otro proceso contingente que puede, a la larga, volverse en contra del propio humano que había realizado antes, y de manera rutinaria, el trabajo que ahora le correspondería a la máquina casi por mandato económico. Así que si usted trabaja en algún área extractiva, en algún área de manufactura, en alguna tarea administrativa, de recopilación de datos, de finanzas, si lo suyo aúna un cierto grado de rutina o de repetición, no se extrañe si en un futuro un robot, algún aparato o un programa venga a tocar a su puerta para exigir con todo el derecho del sistema esa tan preciada vacante.