domingo, 30 de abril de 2017

La palabra terremoto


Hay un cierto vicio semántico en las palabras que sirven para denominar grados de movimientos sísmicos. Se le suele llamar "temblores" a los movimientos casi imperceptibles o demasiado débiles. Pero cuando esos movimientos adquieren una fuerza mayor, llegando a interrumpir el ritmo de la mecánica social, se les llama inmediatamente "terremotos". Inclusive, existe una denominación especial para aquellos terremotos que adquieren una cualidad catastrófica única. Cuando provocan una destrucción de grandes magnitudes se les conoce de forma automática como "cataclismos". Según la escala de Mercalli, la intensidad de los movimientos de tierra podría verse representada en su potencial destructivo de las estructuras humanas. Esto lleva a pensar que, de acuerdo a esa escala, un movimiento de tierra solo puede alcanzar el nominativo de terremoto o cataclismo cuando sus consecuencias son lo suficientemente letales. Resulta interesante, de ese modo, constatar cómo estas palabras han sido capaces, con su uso reiterado en cuestiones sismológicas, de mutar, digamos, su sentido neutro, de diccionario, para pasar a representar exclusivamente los grados en que un movimiento de tierra va aumentando su fuerza y desplegando el desconcierto a su alrededor.

Lo que pretendo destacar es cómo, por ejemplo, la palabra terremoto fue simbolizando aquellos movimientos de tierra que pasaron a la historia como los más caóticos, siendo que, en estricto rigor, terremoto vendría siendo cualquier clase de sismo independiente de su fuerza o intensidad. Hay ahí una cultura sísmica apócrifa, una cultura de lo desastroso que los chilenos solo asumen inconscientemente. La intuición de que al nombrar la palabra terremoto esta debe necesariamente aludir al fenómeno que designa, tratando de ajustar la realidad del evento natural con su significante arbitrario. El punto es que podríamos llamarlo de igual forma: sismo, temblor, pero no sería lo mismo. Esos nombres no agotarían la cualidad fenoménica del movimiento de tierra al cual se alude. No tendría la potencia semántica que le corresponde por mérito. En cambio, la palabra terremoto, por sí sola, ha creado un precedente casi como insignia de nuestro carácter. Ha pasado a coronar el léxico de nuestra sismología. Es cosa de historia general. Basta con recordar, por ejemplo, el "terremoto de 1906" en Valparaíso y el "terremoto de 1960" en Valdivia, conocido a nivel planetario como el más devastador del que se tenga noticia. (Incluso existe un libro llamado "El terremoto de Chile" escrito por Heinrich Von Kleist y publicado durante el siglo XIX, que versa precisamente sobre un terremoto de Santiago ocurrido en 1647, y la impunidad producida luego de la ruptura del contrato social). El léxico que tanto nos caracteriza ha conseguido instalar en el imaginario occidental la palabra terremoto prácticamente como sinónimo de nuestra idiosincrasia y de nuestro devenir. En cuanto a la inclinación natural por el desastre, entonces, no somos otra cosa que unos campeones absolutos.