jueves, 22 de enero de 2015


Se dice de Perec que en su novela 53 días quiso emular a Stendhal quien escribió La cartuja de Parma en 53 días. Lo más trágico (y literario) del asunto es que murió mientras acometía el singular homenaje. Llega un punto en que la propia obra actúa como una especie de demonio satírico, haciendo que los propios proyectos del autor se vuelvan tentativas de desatino. El autor se olvida a si mismo, la obra arroja de vez en cuando sus propias lecturas paradójicas. Quiere desafiar el tiempo, comprende que escribiendo precipita alguna especie de conteo regresivo, algún final inesperado, en el que solo importan los segundos, el sudor y la adrenalina antes de la explosión definitiva en la ficción. Escribir bajo presión otra forma de sofisticar el pulso: la conciencia sobre un final que te va persiguiendo todo el tiempo, le da un toque febril, un rigor apocalíptico.... En cambio la intuición sobre un tiempo disperso, paradójicamente con todo el tiempo libre del mundo se tiende a procrastinar lo inevitable. A veces es necesario darle a la muerte un empujón para que la vida avance hacia alguna parte (aunque no se sepa hacia dónde).
Aquellos locos que juegan a trashumantes de la poesía, en las plazas donde venden ropa, frituras y hierba, en las micros donde se movilizan viejos y jóvenes, en un tiempo perdido que siempre se sabe otro, soy como ellos cada vez que vuelvo a pie luego de un cansancio intrabajable, por la misma calle, en la misma esquina del terminal y con la misma vista hacia el Congreso. Solo por transitar las orillas de esa mole me siento un afuerino. En sus alrededores se ve a los comerciantes como si fuesen la feria del mundo, con todas sus criaturas y exotismo. Los pitos llueven, las frituras y cachureos conspiran. Arrojo la palabra de amanecida contra el muro de los lamentos:aquellos arriba y nosotros abajo, saltimbanquis de la desgracia, más que zoon políticos, bestias de etiqueta. En el fondo la nada fue nuestro negocio. Solo que el trabajo sucio lo hacemos nosotros, y ellos se lavan las manos, ahora, siempre, sin asco. Defiendo mi derecho al fin y que entretanto los juglares vaguen por el tiempo como a través de esa plaza en feria y esa micro a toda combustión. Desde luego, yo viajo sin nada y a todo tráfico. Y, de repente, cuando todos adentro parecían decirte "demasiado tarde", intuyendo que dentro no has cedido tu lugar porque en realidad no puedes y no porque con ello pretendas hacer la diferencia, así, en esos instantes, se revelaba un sonido rock retro... la ráfaga sónica que nos hacía volver a la época en que pagábamos escolar y nos creíamos vanguardistas, entonces ese pasado se vuelve puro volumen, y con la sensación de que nuestro sucio trabajo actual solo fue el precio de toda la nada que nos vendieron.