miércoles, 13 de junio de 2018

Antes que lector, antes que nada, fui gamer. De chico mi gran sueño siempre fue hacer un videojuego que emulase la vida real. Algo así como un rpg a gran escala. Claro que en un principio la idea era hacer una historia lineal tipo plataformas. De hecho, tenía ya una maqueta con un gran volumen de dibujos, escenarios, hasta trama escrita. Sin embargo, todo se perdió en un incendio. Quedó solo la trama incompleta en forma de novela. Ahí reposa todavía, esperando la voluntad de su jugador. Entre las tantas carreras que tenía destinada, sin duda estaba Diseño Gráfico, precisamente con el fin de llegar a cumplir aquel sueño roto de infancia. No sé en qué momento derivé hacia las letras y hacia la pedagogía. Ahora que lo pienso, quizá puede que escribir no haya sido otra cosa que sublimar la pérdida de esa posibilidad lúdica. Hago este insight a propósito de una reflexión sobre la industria del videojuego en el comentario de una amiga extranjera. Ella posteaba el fotograma de una partida suya en el juego Horizon Zero Dawn, exclusivo para la play 4. La cosa es que se fue dando un diálogo interesante cuando le confesé que ya me había retirado hace tiempo del mundo de las consolas, pero no así del mundo de los juegos. Que a raíz de su posteo había ya pensado en darme el lujo de comprar la play 4, solo para jugar alguna de esas maravillas de la nueva Sony. Esa sensación de poder entre las manos, recobrada. Su ilusión, al menos. La seguridad de estar siquiera manejando algo. Una imagen. Un sueño gráfico vuelto realidad, realidad virtual. La amiga comentaba que en estos últimos diez años de ausencia, los videojuegos habían estado creciendo mucho en el aspecto estético y narrativo (aunque no tanto tal vez a nivel de jugabilidad) y que incluso se atrevería a decir que muchos de los mejores artistas están -aunque parezca algo fuera de lugar- dentro de la industria del videojuego. Entusiasmado con su aseveración, le repliqué que no cabía duda, solo que la industria y el propio mundo gamer se encontraban aún relegados al puro ámbito del entretenimiento y el consumo de masas para la crítica de la cultura. Al notar el cuestionamiento, la amiga retomó el hilo, señalando que el cine en su tiempo también fue considerado como entretenimiento banal, despreciado por los intelectuales de la época. Lo mismo con la fotografía, criticada por Baudelaire como refugio de "pintores fracasados". Ella daba a entender que con el videojuego estaba pasando algo parecido. Que ya era hora de reivindicar algo que a todas luces estaba dando que hablar más allá del aspecto puramente tecnológico. En un impulso desmedido, le señalaba que no había por qué negarse a la posibilidad de considerar al videojuego como experiencia estética legítima, más allá de su sujeción consumista. Un arte "menor", impulsado por una industria "mayor". Terminaba de agregar que los visionarios, los verdaderos vanguardistas, deberían poder ver ahí el próximo arte del futuro. La chica decía entender y volvía luego a comentar con otros usuarios el artbook de franquicias como Final Fantasy o las definiciones gráficas de The witcher. La tentación de volver a jugar seguía ahí, latente. También su enérgico ejercicio de obsesión. Mientras tanto, la tentación de escribir le servía como vicaria. Esta última, más mortal que la otra. Pero al final, ambas, deudoras de la imaginación, asesinas de la "vida real".