miércoles, 28 de marzo de 2018

Una colega de informática me preguntaba dónde quedaba la sala de computación en el Instituto. Le respondía que no tenía idea. Dijo que a pesar de haber hecho un tour por el lugar aún no cachaba dónde quedaba tal o cual lado. Tenía que hacer la hora. La invité un rato a conversar a la biblioteca. Allí había recordado la ubicación de la sala. Comenzamos a hablar. Se explayó respecto al programa de introducción a la computación. Dijo: -Oye, mírame, ¿cómo definirías un computador?, tú demás que lo sabes, si eres profe de lenguaje-. Le respondí que si quería una respuesta honesta, es un aparato que la mayoría usa para fingir trabajar, pero que en realidad usa para perder el tiempo. Sonrió, aunque, pese a esa salida, ella insistía en una definición precisa. No quedó otra que explicarle que es algo así como un dispositivo para realizar operaciones computacionales. Volvió a sonreír, notando la redundancia. Luego agregó que estaba cerca. Que el computador puede definirse como un dispositivo electrónico que tiene por función el procesamiento de datos. Al rato ella seguía con el juego de las definiciones. Preguntaba qué era para mí un sistema operativo. Notando la aparente obviedad de la pregunta, le repliqué que algo como Windows o Linux. –Ya, ¿pero sabes cuántos operativos usas ¿Tienes celular?-, dijo ella. Saqué el viejo Own. -¿No ves? Entonces usas dos sistemas operativos. El que tienes ahí, Android, es parte de Linux. Una cosa que la mayoría no sabe-, volvió a explicar. Insistía en el hecho de que la mayoría usa Android sin saber que forma parte de un sistema operativo mayor. Ponía luego el ejemplo de una palta que ocupó en una clase. La palta simbolizaba el sistema. La semilla sería el núcleo o kernel. La carne sería el software. Su cáscara, por supuesto, el hardware. Cuando ejemplificaba, no podía evitar el inminente gesto de hambre. –Sorry, es que a esta hora me viene el bajón y todo lo explicó así-. Risas. 

Mientras sacaba de la mochila las pruebas diagnósticas del curso, me entregó una copia de su material de introducción a la computación. Me fijé que se trataba de cuestiones conceptuales. En el apartado de historia, salía algo que llamó mi atención: la Pascalina, la primera sumadora mecánica que habría sido nombrada así por Blaise Pascal. Una maquinaria en base a engranes y ruedas cuya función era la de procesar datos de manera manual. –Eso que señalaste, la Pascalina, podría considerarse como el antecedente más importante de la computadora actual, después del Ábaco-. Atendía su gesto concentrado, justo cuando se dio cuenta que miraba hacia los computadores desocupados a un costado de la sala de lectura. Sabía que sus explicaciones procuraban mantenernos distraídos, en proceso, y también, de cierta manera, adivinando la intención comunicativa del otro. Al notar una vez más que atendía con suficiente interés sus dichos, la colega me entregó luego un ejemplar de la prueba diagnóstica: -Mira fíjate, esas serán las cosas que tendrán que resolver los cabros-. Señaló hacia un cuadro dibujado con varios cuadrados internos. -¿Sabes dónde están las filas y dónde las columnas?-. Pues, era demasiado fácil. Las filas eran las horizontales y las columnas, las verticales. La miré nuevamente. Silencio momentáneo. Al minuto contestó que se trataba de algo demasiado lógico, pero que no todos, al momento de ocupar Excel o Autocad, tenían precisamente claro. 

Cuando faltaban solo un par de minutos para entrar a clase, siguió de pronto con los lenguajes de programación, desde los de bajo nivel, como los códigos binarios, hasta los de alto nivel, que pueden ser entendidos con lenguaje verbal. –Son cuestiones que sabemos los programadores. Y mira qué curioso, justo en los de alto nivel se toca el tema de las palabras, que me imagino que a ti tanto te gustan-. Alusión directa. No quedó otra que asentir, entendiendo a qué se refería, pero todavía sin comprender del todo el vasto mundo informático que sirvió de excusa para aprovechar el entretiempo y lograr una conexión, aunque fuese de lo más curricular. En eso ya era hora de volver. Miró el reloj, guardó todo y se disponía a ir a secretaría a buscar la llave para la sala de computación. –Te dejaré una tarea. Defíneme ¿qué es la internet? Cuando nos veamos, ya sabes-, decía, cruzando la salida de la biblio. Antes de que se fuera, le dije de vuelta que también le tenía tarea. Que debía definirme qué era el lenguaje. Miró como diciendo que se la dejé difícil. Levantó la mano ligeramente. Así nos prometíamos, entretanto, realizar las respectivas tareas y tenerlas listas para la próxima vez que nos viéramos, en un juego de complicidad medio sutil. Cuando salíamos, ninguno de los computadores estaba ya operativo. El encargado había cortado la conexión. La sala se vació de inmediato. Solo quedaba ella, subiendo rápido a clase con un grupo de alumnos, y una continua señal de red en el celular, cada vez más intermitente.