martes, 6 de septiembre de 2022

Nueva Constitución: debut de un éxito editorial y despedida de un experimento democrático.

La Nueva Constitución ha sido rechazada. Y de manera contundente. Ahora, la gran incógnita –resultados aparte- la comprenden su calidad de texto y su alcance lector. A menos de un mes del plebiscito, cabe recordar que la propuesta había sido catalogada de best seller. Se había sostenido, con ahínco y orgullo, que rompió récord en ventas, transformándose, así, en el libro de no ficción más vendido en el país (ojo, según un ranking elaborado por el diario El Mercurio). Entonces ¿Cómo es posible que un texto constitucional tan vendido y tan exitoso en su momento haya sido rechazado de manera apabullante durante el plebiscito de salida? En esto entran en juego muchas variables, pero creo conveniente centrarse en el aspecto de la lectura.

El diario español El país destacó el hecho de que el texto habría revivido en los ciudadanos el hábito de informarse sobre los asuntos del proceso constituyente, dejando entrever una suerte de espíritu cívico dormido, tanto así que la demanda por el texto habría desencadenado colas inmensas en las librerías y un verdadero mercado negro que competía con las grandes editoriales en su lucha por la distribución del mamotreto. Lo sé de primera fuente, porque, días previos al plebiscito, algunos ambulantes en la Avenida Valparaíso vendían la propuesta de Nueva Constitución a viva voz, junto a ejemplares de Dan Brown, de autoayuda financiera o clásicos de la literatura universal.

Había un ambulante que prefería vender ejemplares de la Nueva Constitución por su cuenta, ofreciendo el producto como una primicia. Su slogan publicitario hablaba de comprar el texto para “hacer un cambio”, aunque nunca especificó cuál. Será porque la publicidad del nuevo texto constitucional solo podía persuadir a la gente mediante palabras símbolo y tópicos vigentes. Otro vendedor decía que el texto, fuera cual fuera el resultado, ya había cumplido su función: la de revitalizar la lectura de educación cívica en la población, en un contexto particularmente convulso en materia política. Y he aquí el punto realmente crucial. O sea, en qué medida el texto, efectivamente, movió a una importante masa crítica, más allá de su forma y contenido ideológico.

El escritor Juan Cristóbal Peña había señalado que el “boom” sobre el nuevo texto constitucional se debió “al interés por informarse, por tener elementos de juicio para pronunciarse de una u otra forma”; pero también decía que “el ejemplar impreso de la propuesta representa una suerte de fetiche coleccionable. Un fetiche para la historia". En efecto, lo que ocurrió durante ese proceso de éxito de ventas, fue que se abrió un nuevo nicho de marketing, un nuevo stand para las ferias del libro, dedicado a los textos institucionales de la nación, sobre todo, aquellos que comulgan con la corriente principal del pensamiento hegemónico.

Para sectores del oficialismo, el texto representaba la posibilidad de partir de foja cero, reescribir un nuevo Chile, releer la historia desde la óptica de los nuevos iluminados, procesando todo lo vivido desde el 18/10 mediante un ejercicio mallarmeano de “hoja en blanco”. Sin embargo, nada de eso habría sido posible ni habría podido sobrevivir sin los propios medios de producción editorial que el sistema a combatir ofrece. El texto, en definitiva, estaba llamado a cambiarlo todo, a invocar un estado de cosas radicalmente nuevo e incluso “opuesto” al “modelo” (como si se tratase de un manual revolucionario y no propiamente un texto jurídico) pero acabó trascendiendo, más bien, como un texto que supo apuntar a un target específico, a un público objetivo, con tal de “abrir la puerta” hacia un prometedor campo editorial de intentonas refundacionales, de proyectos escritos con pluma colectiva y con prosa tecnicista. Podríamos decir, sin ánimo de dudas, que un nuevo género se fundó, desde el seno de la Convención: el artefacto constitucional, la proyección prosaica de un Chile imaginario, con tinta de utopía y adynaton, tópico del “mundo al revés”.

No nos equivoquemos: las conclusiones de Juan Cristóbal Peña fueron acertadas, aunque no por los motivos esperados. La gente efectivamente compró el texto a raudales. Hizo de la Nueva Constitución su fetiche literario. Ciertamente, muchos lo leyeron, lo que no implica de inmediato su comprensión cabal (esto lo debería saber cualquier jurista o profesor de lenguaje), pero sí que tuvieron los suficientes elementos de juicio como para inferir sus implicancias y con ello, interpretar la realidad país. La “mayoría silenciosa” leyó silenciosamente la propuesta y salió en masa a votar, como nunca antes, obligada por las circunstancias. El resultado del día domingo fue categórico en ese sentido, y la población lectora, informada a su manera, con un sentido crítico inusual, supo actuar en consecuencia.

La ciudadanía consiguió hacer de sí misma una gran editora, al rechazar un texto que lisa y llanamente no llenaba sus expectativas o que derechamente encontró defectuoso por diversas razones. Así, por primera vez en la historia de Chile, los convencionales sintieron, en parte, lo que siente un escritor al enfrentar las limitaciones de su propio trabajo. Aun así, esto no debería desanimar a los verdaderos entusiastas. Es muy posible que en un futuro, la Nueva Constitución pueda ser revisitada en cuanto rareza editorial, en alguna biblioteca perdida o en alguna feria de viejos, rematada a precio razonable, para regocijo de los futuros exegetas de la patria y para deleite hermenéutico de los trasnochados de siempre.