jueves, 2 de mayo de 2019

Un chico escribía una carta de amor durante la clase de la mañana. No alcancé a cachar bien lo que decía, pero se notaba que era de amor por el formato, la disposición del remitente y el destinatario, y, además, por el entusiasmo que le ponía al escribir, tanto así que se abstraía de la clase. Me acerqué al chico y, haciéndome el leso, le pregunté qué era lo que escribía. (las chicas que lo acompañaban en el grupo ya lo sabían, haciéndole una suerte de apoyo moral). El cabro respondió que se trataba de algo íntimo. No quiso entrar en más detalles, demasiado imbuido en la prolija escritura de la carta. "Déjelo, profe. No ve que se pone rojo", decía una de las compañeras, como apañando. Así que fui a vigilar a otro grupo. De lejos, y para mi impresión, se veía que la caligrafía del cabro era perfecta, inclusive hasta su disposición tipográfica. En cuanto me di vuelta, y me alejé unos metros, queriendo dejarlo en paz con la escritura de la carta, el chico levantó el dedo izquierdo y me llamó para que volviera. Ya en el puesto, preguntó "¿cuándo va el punto aparte, profesor?, necesito que me ayude con eso". Le respondí que aquel punto le serviría para separar los párrafos englobando ideas generales. En este caso, impresiones, sentimientos. "Entonces, para la conclusión de la carta, debería ir un punto aparte, y luego el cierre ¿cierto?", volvía a preguntar el cabro, urgido por la correcta redacción. Le dije que eso era lo que tenía que poner, y señalé a la distancia, casi simbólicamente, al final de la carta, justo antes de la inclusión del remate, procurando no invadir el texto. En aquel remate, el cabro había colocado "Tuyo...". El mismo recurso epistolar que ya había leído en el Diario de un seductor de Kierkegaard o bien en las cartas de Henry Miller a Anais Nin. El tuyo, la declaración de posesión amorosa, seguida del nombre del escritor amante y remitente. Una vez advertido ese recurso, el cabro ya daba por finalizada su carta para guardarla entre los apuntes de las otras clases. Agradecía la ayuda con sinceridad en el momento que se daba la vuelta para seguir con lo que debería estar haciendo. El cabro me quería para lo realmente importante: la redacción de una carta de amor. El trabajo de la clase podía esperar. Es más, ese era "su" trabajo de la clase. No deja de ser admirable el que todavía existan jóvenes escribientes a pulso, que se aboquen a escribir una carta de tales características. Pessoa decía que todas las cartas de amor eran ridículas. No me pareció que la ridiculez del asunto tuviera que ver necesariamente con la escritura, sino que más bien con la lectura apócrifa del sentimiento amoroso. Yo, un perito de la formalidad linguística, pero un lego en lo que refiere a dicho contenido, me hallaba junto al cabro, sirviéndole de guía únicamente en la consecución de la escritura de su carta, pero totalmente ajeno a su alma e inhabilitado emocionalmente para hablarle de aquello tan personalísimo e intraducible, aquello que solo el cabro en ese momento podía sentir y que guardaba con recelo. Solo podía ser, en aquel instante, el profesor de lenguaje del amor, pero, jamás de los jamases, el profesor del amor (a secas).