lunes, 19 de mayo de 2014


"Aquí todo el mundo está convencido de que los chilenos son intercambiables porque son iguales. Y los chilenos no somos iguales: somos parecidos. Hace dos días estaba buscando metáforas, imágenes, para definir la sensación que me produce Chile ahora. Por ejemplo, un amigo me contaba que, una vez, en una fiesta, quería sacar a bailar a una niña que le gustaba, pero tenía un poco de miedo. Y cuando la fue a sacar, en la mitad del camino se desvió y sacó a bailar a la hermana, que no le gustaba, y como ya estaba en eso, se le declaró y siguió adelante. Y otra imagen, ya más apocalíptica, me vino mirando El Hijo Pródigo, de Hyeronimus Bosch (probablemente, Ruiz se refiere a “El Jardín de las Delicias”), un cuadro donde el hijo pródigo está representado por alguien a quien literalmente lo hicieron huevo de pato. El hijo pródigo tiene patas de pato, el huevo está quebrado y hay una escalera que sube hacia el huevo, por la cual va trepando un hombre desnudo atravesado por una lanza o una flecha, y dentro del huevo hay una taberna, un bar, donde la gente está tomando cerveza. Después tú te enteras de que esa taberna, en la tradición flamenca, es el lugar donde los condenados al infierno pasan a tomarse la última cerveza, y al pensar en eso, me dije: “Eso es Chile”. Ésta es la taberna donde pasamos antes de irnos al infierno de una vez por todas". Raúl Ruiz.




Papas Fritas


Hay cuestiones sobre el gesto de Francisco Tapia que todavía quedan en el tintero a modo de “deuda” ante un acto de vanguardia (en el clásico término) englobado estratégicamente en el contexto de un país como Chile, en que se asiste a la cultura de la vanidad económica y, en particular, el debate sobre el sesgo social en el sistema educativo. El tema del arte que se cuestiona a si mismo, en cuanto concepto y en cuanto dispositivo cultural, es algo relativamente temprano, tiene parangón en los dadaístas de principios de siglo xx. Era a todas luces la rebelión contra el sistema de cosas, aquella racionalidad que propiciaba el absurdo de la guerra y el estilo de vida burgués. Francisco Tapia, al ser llamado artista, necesariamente remite a esta mirada vanguardista. El gesto tiene ante todo el eco de ese espíritu dadaísta de repulsa: el arte llevado a una praxis, más allá de su carácter institucional. Ahora bien, las necesidades en este acto son distintas: Francisco Tapia denuncia en esencia el sistema de endeudamiento que la Universidad del Mar (y por extensión, todo recinto educativo) propiciaba y mantenía con sus ex alumnos. Se puede decir que supo ajustar la idea de vanguardia artística al meollo de este tiempo y de este espacio.

En materia de arte no tengo conocimiento sobre algún acto u “obra” que haya hecho de un sacrificio legal su principal soporte. Más que un Duchamp de la educación, (guardando las proporciones) o un artista conceptual de la lucha por la educación igualitaria, Francisco Tapia se vuelve una especie de martir que lo apuesta todo en el robo y quema de letras de deudas a cambio de la satisfacción artística o política de redimir a sus compañeros y deudores de una deuda histórica. Su simbólica inmolación judicial, social, laboral, está en el límite entre lo que Sartre llamaba “arte comprometido” y la premisa vanguardista de arte como “tabula rasa”. Independiente de si efectivamente sería viable que los estudiantes hayan sido librados de deuda (así como de algún pecado que ellos pidieron indirectamente), el símbolo ya está hecho, y en este caso ya montó el concepto con su práctica en el terreno de la justicia y la moral. El doble filo del gesto sin embargo recae en su premisa de unir arte y vida, en este caso, bajo el estatuto del compromiso, arte como política. Es la perspectiva brechtiana de la política como eje del mundo del arte. Y no deja de ser cierto, en este caso, frente a la estrategia y su consecuencia: como el rebelde, el artista identifica a su enemigo, y su gesto es el modo en que golpea, se oculta o se sublima. Sin embargo, no creo que la obra de Francisco Tapia quepa ser leída como un simple jubileo de deuda en clave posmoderna (una especie de “perdonazo” en la tradición católica, que se celebra cada cuarto de siglo) como se le llama al fenómeno para “sanar” la economía y reivindicar el derecho a la educación frente a su usufructo. Eso implicaría que el acto de Francisco Tapia, más allá del símbolo, sería nada más que un gesto artístico que insta a la interpelación directa al sistema (sus caras visibles) con tal de que estos estratégicamente reacomoden su economía de acuerdo a las demandas civiles. En ese sentido, y si se atiende a la deuda como leitmotiv del gesto, la cura podría ser peor que la enfermedad, ya que no hay garantías de que una condonación a gran escala, incluso a nivel mundial, implique una humanización de la economía, en términos éticos. La efectividad económica del gesto no es el punto: es sembrar el conflicto, llevar a cabo una apuesta, haciendo arte (entender arte como un “hacer”) fuera de la ley, promoviendo lo ilegal para el orden de cosas y lo correcto para una especie de ética que le pertenece a todos por común derecho y sentido. Desconozco las consecuencias reales, ni siquiera si la absolución de deudas es una realidad, de todos modos queda el acto a modo de relato, de referente. La obra está ahí, instalada, se quemaron esas letras en el imaginario. Los efectos que tenga, para bien o para mal, en la vida política, pertenece a los avatares del compromiso.

El protagonista del gesto tuvo su momento de gloria, su pequeño quijote combatiendo al molino sin faz de los capitalistas. “El club de la lucha” de Chuck Palahniuk, en un referente contemporáneo, apuntaba desde el anarquismo a un fin de sacrificio y de filantropía rebelde. Volar las dependencias de Wall Street para generar una “tabula rasa” económica que posibilite la amnesia del sistema, el borrón y cuenta nueva del juego para que los sometidos puedan reescribir el guión. ¿Qué es el arte en ese acto? Allí hay mejor dicho un campo de batalla, un discurso social, una clandestina organización de política subterránea, más que la puesta en escena de una idea… es la prueba de que ya no importa la resurrección de otro concepto de arte como la ejecución de lo que puede denominarse un “manifiesto” (no está demás señalar la estrecha relación entre los manifiestos vanguardistas en arte y los manifiestos ideológicos en política), una declaración de principios, la avanti garde como le llamaban los franceses, un término militar, que tiene que ver con “ir al frente”, cruzar los límites impuestos, el arte como ese cruzar, como esa transgresión.

Pensaba en un principio comparar el gesto de Francisco Tapia con la de la quema criminal de dinero en Plata Quemada de Ricardo Piglia, e incluso, con el mensaje del Guasón en El caballero de la noche. Sin embargo, en la novela de Piglia está lejos de plantearse la posibilidad de una acción vanguardista y comprometida. La pregunta brechtiana sobre “qué es un robo de un banco comparado con fundarlo” aplica tanto para la novela como para el gesto de la obra. Pero quemar el dinero en vez de entregarlo a los inocentes que lo necesitan, más que un acto de “maldad” (como citan respecto a los ciudadanos lectores de la noticia) es un acto de “hybris”, se trata más bien de un acto orgánico de repulsa, de un odio desatado contra lo establecido, contra aquello de lo que forman parte, la violencia estructural que ve en ellos sus vástagos y sus creaturas. En ese sentido, no hay solidaridad ni sentimientos. Existe eso sí una ley, una ética propia en estos pirómanos del dinero. En el caso de Francisco Tapia, en cambio, era quemar las letras de la deuda, o sea, la carga del Sísifo estudiante. Una protesta artística que a partir del absurdo ético interpela a los agentes de poder a humanizar la carga, a “quitarle peso”, mediante la inmolación del que asume la responsabilidad por el peso de la gran piedra.

El caso extremo del Guasón es prácticamente la cara opuesta de este vanguardismo solidario. En la quema del dinero dice claramente: solo queda entregar el mensaje de que “todo puede arder”. El Guasón es un agente del caos, solo está ahí para demostrar la vulnerabilidad del sistema, para poner en evidencia la falta de control de la civilización sobre el mundo. No quema como sacrificio moral ni como manifestación de la hybis, ni siquiera como acto revolucionario, sino que por el poder destructivo del fuego. No es la revolución, es el rostro de la entropía. No toma partido: no cabe allí lógica ni salvación alguna. Frente a esa realidad, y cuando los valores corren el riesgo de invertirse, solo resta la delgada línea entre morir como héroe, o vivir lo suficiente para volverse un villano. Francisco Tapia, el simulacro vanguardista, solo lo sabrá más allá del arte.