sábado, 17 de marzo de 2018

Breve tour por la Interzona

Burroughs hablaba de aquella zona, de aquel sitio que abarcaba toda la Ciudad de México hasta Panamá, en coordenadas que eran trazadas por la mano invisible del delito y de la alucinación. Una zona en la que solo cabía la danza bizarra de las sensaciones anómalas, de los agentes estupefacientes, de las percepciones inundadas por la implosión de los químicos con las hormonas y las ideas de acueducto. Durante el ambiente de día jueves en la Avenida E no fue difícil pensar en aquella ingente fosa proveniente del Almuerzo desnudo, dado que la noche, luego de una lectura de poesía, reclamaba lo suyo, su respectiva porción de megalomanía y de locura, para coronar el tiempo, su exceso o su deceso.

Los de la iniciativa en verdad fueron tres: A, G y M. No se podía saber si G y M se habían sugestionado lo suficiente como para propiciar una velada en aquel lugar, o si A, envuelta de una intrepidez espontánea, había provocado que los otros se sumaran e improvisaran un destino tan temerario, motivados quizá por una convocatoria íntima pero no del todo completa en la lectura por el derecho a la filosofía, y por el sabor amargo del último shop antes de retirarse de la Piedra Feliz. Otro par de comensales se había restado minutos antes de decidir arribar a la Interzona, porque al otro día tocaba levantarse temprano para volver al círculo virtuoso de la rutina. Como intuían que se trataba de un viaje furtivo, de un deseo loco y de pocos, que funcionaba como el remate perfecto para una noche que les había sumido en una introspección peligrosa, A, G y M se dirigieron sin chistar hacia el sector que colinda la plaza de Neptuno con la subida E. –Si vamos allá no se vayan a espantar-, replicaba A tratando de que la experiencia una vez entrada a la Interzona no fuese como esa brisa feroz que te engancha luego de un mal viaje en ácido. –Pero descuida, si esto es cotidiano para nosotros. Valpo es así-, le respondía G, con un M que asentía con entusiasmo, expectante de revivir por algunas horas aquellos tiempos de ranciedad estudiantil.

Una vez subiendo por E iniciaban las primeras intuiciones sobre lo que se vendría, reminiscencias de aquel antro que cobraba forma por su salvaje libertad, su dudosa legalidad y su ilusión de desenfreno. Los guardias en la puerta, en todo caso, andaban agujas. A M le revisaron hasta el sombrero por si portaba alguna sustancia ilícita que no fuese la que el propio sitio suministraba casi como en una exudación natural. A y G pasaron sin problemas. A había dejado en claro que iría a atender un tema con alguien dentro de la Interzona. Subía las escaleras. G fue junto con M a buscar espacio en el segundo piso del lugar. Arriba estaba repleto de jóvenes almas dándose un festín de alcohol, y otros tantos dándose uno de polvillo blanco, algo muy parecido a aquel Polvo de ángel que circulaba en el GTA San Andreas y que era mencionado también de manera subliminal en el álbum de Faith No More con la garza en la portada.

A propósito, la música típica de la Interzona, con ese sonido saturado de parlantes deshechos, seguía siendo la misma: un playlist de lo más granado del rock y el metal vibrando como el telón de fondo para el cóctel dionisíaco que entre líneas blancas y humo grisáceo se iba armando. No había excusa para echar pie atrás. Solo era cosa de bajar y pedir lo de siempre en la barra para ponerse a tono. Arriba A conversaba con gente del medio, rostros amables aunque embadurnados de distorsión. Sorbían G y M las primeras birras. Luego con A empezaban una apasionada conversación sobre el romanticismo. –El romanticismo es rebeldía-, repetía M, asintiendo el desplante y el argumento de A, siempre segura, colocándose de tal forma que lucía expresiva a pesar del trasnoche. Después salió algo sobre Los perros románticos de Bolaño. No se sabía muy bien a raíz de qué. Ser de valpo, durante esos instantes, era un poco como ser perro. Estar en la Interzona un día jueves en la madrugada era, en ese sentido, lo más porteño del universo.

Así pasaban las horas hasta que se asomaba la señora dueña, dispuesta a cerrar el boliche. Música fuera. Luces prendidas. Era hora de que la Interzona cerrara y de que sus visitantes, imbuidos de su propio delirio mal parido, regresasen al exterior con tal de seguir el jaleo indefinidamente hasta que las estrellas colapsaran, o con tal de virar cada uno hacia destino desconocido. Volver a la casa luego de haber salido de la Interzona era para algunos una tarea imposible. Para otros, un hecho surrealista. Los más conservaban el espíritu de llevar la Interzona en sus mentes y desatar todo su desparpajo en la plaza de Neptuno, a esa hora repleta y sin ninguna clase de avistamiento policial.

G y M no podían creerlo, aun conociendo el contexto. Brindaban entre borrachos y estupefactos. A se arrimó con otros compadres que allí configuraban un grupo clandestino. Tranzó un par de palabras con sus compañeros, palabras de camaradería mediadas por la intensidad, antes de desvanecerse de manera progresiva la órbita del sentido común. No quedaba, a esas alturas, otra forma de saberse romántico que perdiendo la noción del tiempo. No quedaba ya rastro de aquella gravedad inicial en honor al derecho por la filosofía. La Interzona les había convocado y ella misma les había desterrado, solo para avistar en los otros la mirada ida del caos citadino. No podían parar el hueveo, porque, para la Interzona, en sus mentes y corazones, siempre lo hubo y lo habrá.
"¿Y qué se supone que haremos con las horas de permanencia que quedan volando?", era lo que se preguntaba el colega de física en la sala de profes. "Las horas que quedan volando", una imagen desafiante por lo poética y, en cierto modo, por lo científica. Una colega parvularia y otro de historia trataban de seguir la discusión alegando también sobre la indeterminación respecto al propósito de las horas de permanencia que, según ellos, se destinan para planificaciones y evaluaciones, pero que también muchas veces involucran otras tareas como actividades extra curriculares, preparación de reuniones, hasta pequeños favores un tanto licenciosos, dispuestos por parte del director. Qué hacer con esas horas fuera del aula, que de todas maneras se contarán en la liquidación, aunque sin un quehacer unívoco, siempre sometido al arbitrio de la comunidad y a decisiones que exceden el currículo. "Está bien destinar una hora para realizar algo puntual, pero nada que ver que dispongan de esas horas casi de forma sistemática para cualquier cuestión", repetía la parvularia, compenetrada, seriamente preocupada por esta tergiversación del tiempo curricular. Agobiado también por esa hora que quedaba volando, que sería contada en la planilla pero no sabiendo todavía si destinarla exclusivamente para atender, planificar o evaluar, volvía sobre el punto inicial de la conversación un poco para romper el hielo. Dije entre mí: Si esas horas que se supone cubren todo lo referente al trabajo fuera de clases fueran suficientes, entonces el problema no radicaría en el tiempo sino que en su forma de concebirlo, digamos, de invertirlo, para usar un término más pragmático. Concebir o invertir el tiempo de permanencia. ¿Qué es lo que permanece: el tiempo que ahora destino para todo lo que supera el ámbito de la clase, o la imprecisión sobre qué hacer o no hacer dentro de ese tiempo? ¿Qué era lo que se discutía: la indefinición sobre el sentido de esa hora de permanencia o el no poder tomar el control sobre ella para destinarla hacia lo que se estime conveniente?. Luego de profundizar en esas disquisiciones, soltaba una réplica que simplemente confirmaba lo previamente pensado. 

Después de haber terminado de hablar, el meollo del problema persistía volando, sin ánimo de concluirse. Los colegas parecían más interesados en dilatar el hilo de aquella discusión que en ofrecer una salida eficiente y coherente. Dada la premura del dialogo y la prisa por volver a clases, todos parecían regodearse en alcances filosóficos sobre el tiempo, su condición maleable o inaprensible, o en la persistencia de cierto estado constante de diligencia y de reflexión, acaso con uno que otro recreo o hueco de ocio para "arreglar al mundo" y volver luego a la realidad de rehacer lo deshecho. Cuando subían al paso sincopado del timbre, el colega de física, marchando a la vanguardia, muy adelante, alcanzó a dar una tímida vuelta y a proclamar unas palabras poco legibles dado el ruido general. Solo la parvularia, elegante, taciturna, lo iba siguiendo a un par de metros. Se le escuchaba decir: "Y nos fuimos volando", durante el momento en el que efectivamente todos desaparecían para volver a ocupar el espacio de las salas vacías y el tiempo muerto de lo que nunca permanece del todo vacío.