sábado, 27 de enero de 2018

Ordenando el estante de libros encuentro entre algunos, los de muy al fondo, un pequeño nicho de termitas. Tres de ellas habían hecho un notorio túnel a través de La línea de sombra de Joseph Conrad y El mundo perdido de Arthur Conan Doyle. Según veo, el papel favorito de estas criaturas es el que tiene una textura de cartón fino, muy similar a la madera. No así el papel medio plastificado de las ediciones más modernas. Habían hecho lo suyo con aquellos libros antiguos, pero sin pasar a llevar el contenido, solo bordeando los márgenes. Por pura casualidad, en su voracidad habían literalmente devorado los libros que tenía pendientes de lectura hace mucho, y que, por desidia y tiempo habían quedado prácticamente abandonados, apilados detrás de los otros títulos. Las termitas estaban armando su propio banquete a escondidas, su propio "club lector". Es una señal de que el material caduco del libro no se resiste al hambre de las termitas que esperan la menor oportunidad en el descuido del ejercicio de la lectura. A su manera, comiéndose las páginas sin leerlas, estaban ejerciendo su propia crítica literaria, indicando entre fauces y mordidas la ruta de los libros que tienen chance de ser releídos. Mucho más atrás, por si fuera poco, detrás de los otros libros, una araña había armado su tela justo sobre el libro de Los grandes iniciados de Edouard Schuré. La tela parecía posarse entre el camino de las termitas lectoras. Quería atraparlas. Al notar que movía los libros apilados y dejaba al descubierto su oscuro complot, la araña se escondía y desaparecía entre las ediciones de la Real Academia Española. Pasaba justo debajo de la Región más transparente de Carlos Fuentes, desvaneciéndose tras su dura tapa. Ya reordenando los libros, buscando de manera necia su orden original (que nunca es el mismo), aparece de la nada, a través de un libro que ya no recuerdo, una pequeña chinita, la última criatura, que había quedado atrapada entre ese gran bloque de títulos, sirviéndole de muralla. Después de todo, los insectos también tenían algo que decir, en ese trajín innecesario. O tal vez su falta de lenguaje se haya traducido solo en una relación material con los libros y en el desconocimiento de esa otra dimensión, ajena a su criterio, esa dimensión simbólica que aparecía solo como una sugestión engullida, demasiado intangible.

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