jueves, 4 de febrero de 2016

El Renacido



Llegando de ver El Renacido, la nueva de Alejandro Gonzalez Iñárritu. Lo que más me sorprendió fue la factura que a ratos me recordaba al cine europeo, en específico a Tarkovsky, por la lentitud contemplativa de la trama, el misticismo de los paisajes, la acción filmada en plano secuencia, en especial la emboscada de los indígenas contra los cazadores como emulando la fuerza de la naturaleza, implacable contra el paso de los hombres. No dejaba de pensar en esa analogía con el cine del ruso, ya que el agua, la nieve, la vegetación, el fuego eran los elementos de la naturaleza y además los signos predominantes. pero en cierta medida, a medida que avanzaba la película, había algo sin duda salvaje, bárbaro, muy americano, si se quiere, una especie de rumor de lo primitivo que asolaba el escenario y las acciones de los cazadores. Como si ese rumor viniese de todas partes. Como si inundase el celuloide a medida que recreaba la opacidad de la atmósfera.

Lo único incómodo, y a la vez significativo, durante el visionado, fue que un par de personas detrás comenzaron a emitir rumores precisamente por la lentitud y densidad de la película, interrumpiendo sin piedad. Desconocían del todo un mínimo de criterio audiovisual al rito de asistir al cine. Inclusive si se quiere un mínimo de respeto y sentido común por el espectador de al lado que no está obligado a sufrir esa insolencia. La propia acompañante se veía indispuesta por la situación. Y no era para menos. Eso, sumado al ruido de las palomitas de maíz y los sonidos guturales creaban una sesión de espanto, que hacía más perturbadora la experiencia misma del filme. Pero de todos modos, siguiendo con lo que atañe, se podía percibir claramente que la venganza en Glass, el rol de Di Caprio, era una especie de viaje iniciático en búsqueda de cierta redención, aunque fuese del todo vana, aunque ya no tuviese nada que perder en esa apuesta a través de la boca del lobo que representaba el bosque y la maldad misma de los que creía sus semejantes. En ese tomar la justicia por las manos el rumor de lo primitivo volvía a aparecer acompañando a nuestro héroe en su camino de supervivencia. Todo parecía, en suma, parte de un todo. Era tal el impacto visual que tanto lo que pasaba frente a la pantalla como dentro de la trama adquirían el matiz ensordecedor, ruidoso, absurdo del ambiente que el director buscaba transmitir.

Por otro lado, el célebre oso que ataca a Glass, casi una especie de protagonista en esa secuencia (incluso, aunque parezca broma, merecedor del Oscar) vendría siendo la fuerza bruta que lo prepara para esa búsqueda funesta, sin retorno. Glass se reencuentra con la verdad de la traición. Los animales, el clima hostil, no son sino la prueba de su lucha secreta, personal. Sus compañeros, divididos por el dilema de la vida y de la muerte, en realidad solo pueden situarse a su lado o en su contra. Los indígenas allí en el fondo actúan como una sola voz ancestral que le indica a Glass la conexión con su propia vida perdida. La mujer indígena al final simboliza quizá el cúlmine de ese viaje, el reencuentro con la raíz, con aquello que perdió inevitablemente pero que a través de la búsqueda y la venganza pudo purgar.

Se podía ver, a pesar de todo, que al final de la película permanecía en general cierta falta de expectativas de los espectadores. A juzgar por los episodios molestos. Y a juzgar por la falta de aplausos. Parecía que muchos de los espectadores quedaron entre introspectivos e insatisfechos. Y, con toda justicia, eso habla bien de la salud del cine de Iñárritu, arriesgado en una propuesta original que renueva tópicos antiquísimos como la venganza y la lucha por la tierra, pero valiéndose apropiadamente de una técnica tarkovskiana, de un aura cinematográfica de la que el actual hollywood adolece con su obsesión neurótica por el estrellato. Por su manía de aplacar las voces que no consientan su imaginario de moda.