lunes, 27 de febrero de 2023

El último poema (cuento)

Me encontraba esperando el lanzamiento del libro de una importante poeta, en un lugar que bien pudiera ser la costa. Acudía, supuestamente, lo más granado del mundillo literario porteño y santiaguino. Cómo llegué allí, si fui invitado o no, nunca lo recordé. No venía al caso. La cuestión es que me encontraba allí, en lo que parecía un salón repleto de motivos barrocos. Una ventana daba hacia una especie de jardín con vista al mar. Abajo, se veían venir invitados de etiqueta, de los cuales no alcancé a reconocer a nadie. Dudaba, de hecho, si alguien en ese bendito contexto siquiera me había reconocido. ¿Quién podría, a estas alturas?

Caminé rumbo a una puerta que conectaba el salón barroco con un auditorio gigantesco. Allí estaban todos los invitados a la lectura. Al consultar la lista, yo figuraba únicamente como un invitado que ya había asistido en otras instancias, sin ánimo de camaradería. Los invitados se reunieron en torno a una mesa larguísima, llena de cosas que picar y ejemplares del libro.

Me acerqué a la mesa, tomé una copa de vino y recogí de inmediato un ejemplar suelto que allí había. Lo abrí. Al intentar leerlo, me di cuenta que algunas de las páginas se me hacían conocidas. ¿Habré leído este libro en el pasado o solo se trata de una odiosa comparación, luego de haber leído tanto?

Seguí hojeando ese libro con cierta insistencia, hasta dar con alguna página que no fuera reconocible. En eso, llegó uno de los invitados.

-Estimado, el libro se lee después del lanzamiento-, me dijo, advirtiendo mi desatino.

-No hay problema, lo dejo-, le contesté, no sin cierta disconformidad.

El sujeto hizo un ademán para seguirlo hasta el lugar donde se realizaría la lectura. Lo seguí con inercia, como quien intenta sentirse parte de algo, sin serlo.

El lanzamiento se estaba realizando en un sótano amplio al fondo de la vieja edificación. Las sillas para los invitados estaban dispuestas de tal manera que formaban un círculo. El anfitrión del evento se acercó al centro del círculo e invitó a todos los invitados a sentarse, mientras sonaba de fondo una misteriosa música envasada. Sonido ochentero. Reminiscencias inmediatas de una antigua discoteca.

Me senté rápidamente, después que el resto. La espera duró mucho tiempo. Algunos invitados no paraban de hablar, con nerviosismo, improvisando camaradería. No faltó mucho para que llegara el anfitrión acompañado de la poeta. Lo más extraño de todo era que ella iba enmascarada. Apenas entró al lugar, todos guardaron silencio y la miraron con suma atención, como si la leyeran de toda la vida.

La poeta enmascarada se acercó al centro del círculo, donde había instalada una pequeña mesa con un micrófono y un vaso de agua. Ella puso encima un ejemplar del libro. Se presentó de manera afable. Luego, comenzó a recitar, sin más. Los versos parecían retumbar en las mentes de todos, cual mantra. La compenetración con la lectura de la poeta era tal que el espectáculo tenía la forma de un ritual secreto. Abundaban las palabras alusivas a la herida, al vacío, al sentimiento oceánico. Y así procuraba que se sintieran: como sumergidos, sin otro referente que el de las rimas y las imágenes poéticas. Algo muy sensiblero, muy propio de las poetas de su talante.

La lectura había terminado. La poeta, en ningún momento, se sacó la máscara. Ya parecía parte de su faz. También me dejé cautivar por sus palabras, aunque, a diferencia de los demás, no fui a pedirle el respectivo autógrafo. Antes bien, traté de conseguir aquel ejemplar perdido que estaba encima de la mesa del coctel. Algo me decía que ese ejemplar tenía algo especial que no tenía ninguno de los otros. Al principio, todas las páginas me eran conocidas, pero, tras la lectura de la poeta, comprendí que los versos se dejarían interpretar de una forma radicalmente distinta.

Fui de esa manera hasta la mesa a buscar aquel ejemplar único. Lo abrí. Al leerlo nuevamente, el libro había cambiado de título y los versos allí expresados no se parecían a nada que haya leído al comienzo. ¿Se había vuelto un libro completamente nuevo, tras la lectura? ¿O era yo el que no conseguía recordar nada de lo que había leído hace un rato? Leía esas páginas, absorto, tratando de buscar alguna imagen poética, algo en el ritmo, que me recordase a aquella primera lectura. Nada. El libro que leía en ese instante era el mismo que la poeta había estrenado en su reciente lanzamiento. Ya no quedaba rastro de aquella primera versión. Tal vez nunca existió. Tal vez fue solo una sugestión literaria. Me negué a esa idea.

Regresé, libro en mano, hasta la parte del salón donde estaba la poeta reunida con el resto de los invitados. Cuando me acerqué, ella ya se había sacado la máscara. Intenté verle la cara, a ver si así podía recordar algo de aquella primera lectura, algo que me inspirase, pero era difícil, entre tanta gente. Esperé la fila dispuesta para la firma de los libros. Lo único que quería, en ese momento, era que ella misma me explicara qué había pasado con la versión del libro que yo leí antes de su lectura. No era posible que fuera totalmente distinto al libro que ella presentó en público.

Al pasar todos los invitados y sus firmas, llegué con la poeta. Al verla a los ojos, comprendí que aquello del sentimiento oceánico era verdad. Nunca hubiera pensado que ella era la mujer detrás de la hablante.

-¿Tu nombre?-, me preguntó, luego de agarrar el ejemplar para firmarlo.

–Salvador-, le respondí, fuerte y claro.

Se suponía que reconocerían mi nombre, pero nadie parecía sorprendido.

–Muy bien, amigo, aquí tienes-, dijo ella, despreocupada, con aire de estrella. Era el instante para preguntarle sobre su libro y la primera versión desaparecida.

–Hay algo que me llamó mucho la atención-, le dije, apuntando directamente al ejemplar firmado.

-¿Qué cosa?-, preguntó ella, sorprendida.

–Disculpa, pero no te lo puedo decir acá. Tendremos que hablarlo en privado-, le contesté, con una seguridad inaudita.

Ella se molestó, por un instante, ante mi atrevimiento. Algunos invitados comenzaron a protestar. Que estaba interrumpiendo la fila. Que no era la manera de referirme a la poeta. Que me comportara. Nada importó, en ese momento. Solo esperaba una explicación al porqué de aquella versión desaparecida de su libro. Si era algo que ella había escrito o solo era producto de mi sugestión. Necesitaba, a toda costa, su respuesta. Lo hice con tal decisión que me mostré inamovible.

La poeta permaneció quieta por unos segundos, mirándome a los ojos con algo de preocupación, hasta que finalmente cedió.

-Está bien, si tanto insistes, acompáñame y lo hablaremos-, dijo ella.

La poeta estaba decidida a aclarar el asunto, así que habló con un par de invitados, seguramente sus guardaespaldas. Me hizo seguirla hasta el salón donde se encontraba la mesa larga con el coctel.

-Bien, ¿qué quieres, Salvador?-, preguntó.

-Te parecerá una broma, pero antes de que hicieras tu lectura, tomé un ejemplar que había encima de la mesa y lo hojeé. Ese ejemplar que leí era totalmente distinto al libro que tengo ahora en mis manos y que todos tienen en estos momentos. Lo digo en serio: era otro libro. Estoy completamente seguro.

Ella miró extrañada y sonrió.

-A ver ¿Me estás diciendo que el libro que tienes ahora es distinto al que habías tomado? ¿Es eso?-.

-Así es, y necesito que me expliques qué pasó. Tú eres la autora, tú debes saber mejor que nadie sobre esto-.

-Eh, perdóname, amigo, no hay nada que explicar. Lo que pasa es que leíste a la rápida y ahora te estás confundiendo, eso es, porque todos los ejemplares son los mismos. Aquí no hay nada de vanguardia y esas cosas-.

-Nada de eso. No creas que se trata de “escritura automática” ni nada. Para que veas, comparemos-, le dije. Abrí el ejemplar que tenía en mi poder y, en un ejercicio de memoria, busqué la página donde había un pasaje con versos cambiados.

-Mira, en la página 33, si te fijas, donde decía “muerte”, ahora dice “mar”- le comenté, mientras ella miraba, intrigada.

-El verso dice: “Así como encallo en tu cuerpo, regreso del mar”, y estoy seguro que en este mismo ejemplar, antes de tu lectura decía: “Así como encallo en tu cuerpo, regreso de la muerte”.

Ella vuelve a sonreír, irónica.

-Amigo, ¿no estarás pensando que te crea? ¿Es tu forma de jotear?-.

-Créeme que no es joteo, Judith. Te leo desde hace mucho, por eso tuve el valor de acercarme a ti y decirte esto, porque lo creo importante. Esto que pasó no es gratuito. Tiene que tener una explicación. Literaria o no. Pero aquí hay algo raro, y tú eres la única que puede resolverlo-.

Su rostro siguió extrañado. Quedó en silencio por algunos segundos. Volvió a sonreír con una sonrisa nerviosa.

-¿Me estás hueveando?-.

-Claro que no-, le respondí, fuerte y claro, seguro de estar diciendo la verdad.

-Judith, mira. Aquí hay otra prueba. Busca en la página 11. Fíjate, allí decía, “abismo”, ahora dice, nuevamente, “mar”. – Ella miró fijamente el verso, cada vez más intrigada.

-Recuérdalo. El verso dice: “amanezco entre tus brazos, parida de abismo”, pero ahora cambió completamente y dice: “amanezco entre tus brazos, parida de mar”.

Al ver cómo advertía el cambio de palabras en los versos, ella me miró fijamente a los ojos, con un rostro alterado. No lo podía creer.

-¿Sabes algo? tu lectura es evidente que es un juego para impresionarme. Ya lo han intentado antes, así que no-, dijo, molesta.

-Y te pido, Salvador, en verdad que no sigas. Este jueguito ya no es nada gracioso. Si no, tendré que ponerme pesada-.

-Y tú tampoco te tienes que alterar. Si te pusiste así, Judith, es por algo. Es evidente que algo hay aquí, en este juego de palabras, en estas ediciones cambiadas. ¿Qué pretendes? ¿Ah? ¡Dímelo, ahora!-, le exclamé, cada vez más ansioso.

-¡Ni se te ocurra levantarme la voz! ¡¿Qué te crees?!-, contestó ella, enfurecida.

-¡Dime, Judith! ¿Cómo explicas esto? ¡Dime!-, le volví a preguntar, con vehemencia, y le mostré la portada del libro. Antes aparecía una costa bajo la luz de la luna. Ahora, se veía una tumba.

Ella miró la portada con angustia. Inquieta, se puso a gritar para alertar al resto de los invitados. Llegaron unos tipos altos, fornidos, que no parecían poetas, a increparme. Atrás suyo, otros que sí lucían como poetas, esquivos, timoratos, seguramente, algunos de los tantos orbitadores de Judith. Ante la clara amenaza, le quité su ejemplar del libro a la poeta y arranqué con ambos ejemplares fuera del lugar. Los tipos fueron tras de mí, como verdaderos perros de caza.

Subí corriendo las escaleras, tratando de esquivar a cuanto invitado se me cruzara por delante. Así, al salir, llegué hasta el jardín del principio, aquel que se veía desde el salón de espera. Descansé unos segundos, miré hacia atrás, a ver si estaban cerca, y luego corrí mucho más. Me adentré en un camino de tierra que daba a una pequeña playa cerca de allí. Al encontrarla, me detuve. Volví a mirar, y me di cuenta que había perdido por completo a los perseguidores. Respiré aliviado, en medio de la agitación.

Caminé un poco hasta la orilla de la playa y luego hojeé el ejemplar de la poeta. Volví a dar con la página 33. En ese preciso instante, presentí que alguien vino.

-“Así como encallo en tu cuerpo, regreso de la muerte”-, la escuché. ¡Era ella! ¡Judith!

-Judith, ¿cómo llegaste?-, le pregunté, agitado.

-Descubriste mi secreto. Cuando te vi, lo supe.-, respondió ella. -Ahora que lo sabes, no podemos separarnos-.

-¿Pero cómo es posible?

-¿No lo recuerdas? ¿En serio, Salvador? Yo soy la chica con la que chateaste hace tantos años. La chica española. Yo andaba en Alemania. Te había contado que soñé contigo, que siempre estábamos en Valparaíso, que me hablabas muy despacio. En el sueño, me contaste de un bolso que había perdido en algún bar de la ciudad. Ahí había una carta… Mira-.

Judith se acercó hacia mí, lentamente. Agarró su celular con intención de mostrarme algo. Todavía agitado, me aproximé a ella, aunque a la defensiva. En la pantalla, estaba proyectada la vieja conversación que habíamos tenido aquella vez por mensajería.

Asombrado, no lo podía creer.

-¿Aún quieres quemar esa carta, Salvador?-, Judith me miró a los ojos, emocionada. -Yo te había dicho que esa carta tenía un secreto que prometía ser cálido, pero, a la vez, peligroso. Tú me dijiste que querías abrirla. En ese momento supe que eras tú el hombre de mi sueño-.

La volví a mirar, completamente extrañado.

-Trata de entender. Tú dijiste que tenías el corazón herido, y que al quemar esa carta podías sentirte libre, libre de amar de nuevo. Ese fuego, Salvador, era como el misterio magno, el valor de la poesía de crear y destruir mundos, pequeños y grandes…

Ante su revelación, lo comprendí.

-Ahora lo recuerdo. ¡Eres tú, Rocío!

-Por fin, lo entendiste

-¿Y por qué te haces llamar Judith?

-Es mi seudónimo, tontito

-Ya veo. Al final te decidiste a escribir

-Gracias a ti.

De inmediato, Rocío se abalanzó sobre mí, para abrazarme.

-No sabes cuánto te espere, mi amor. Y eres exactamente a como te imaginé en sueños-, dijo.

Yo aún no comprendía ¿cómo era posible que fuera ella, la chica española, la misma que había lanzado aquel libro tan misterioso? ¿Y la misma con la cual tuve un romance a distancia hace tanto tiempo?

-¿Viste? Por fin volví de Alemania, como te lo prometí-, dijo.

-Perdóname igual. Tenía que estar segura que eras tú-.

La miré por unos segundos. Pese a la inexplicable situación, no pude evitar sentirme cautivado, nuevamente, por Rocío.

-Olvídalo, aquí me tienes-.

Rocío me lanzó una mirada profunda. Sin palabras, nos besamos largamente. El beso fue inesperado, pero intenso.

-¿Sabes? Aquella vez me dijiste que querías llevarme a la tumba de Vicente Huidobro, ¿recuerdas?-.

No logré acordarme de aquel episodio, pero, sin chistar, movido por la emoción del momento, la invité.

-Vamos entonces-.

-¿En serio? Vamos-.

La tumba de Huidobro no quedaba muy lejos de ahí. Corrimos entonces, agarrados de la mano, hasta ese lugar. A través de un bosque oscuro, acortamos la ruta. Cuando ya estábamos allí, ella caminó lentamente hacia la tumba. Se agachó y puso la mano encima de ella.

-Siempre soñé con esto, ¿entiendes, Salvador?-, dijo Rocío.

Me acerqué a ella, mientras se levantaba. Ella volvió a mostrarme su libro. Me pidió que le mostrara el ejemplar que tenía en mis manos.

-Pásame el libro-, me dijo.

-¿Qué harás?-, le pregunté, extrañado por su pedido.

-Solo hazlo-, repitió, muy segura.

Le entregué el ejemplar de su libro. Lo unió al que tenía ella. De pronto, sacó un encendedor que guardaba en uno de los bolsillos de su abrigo, y comenzó a quemar los ejemplares.

-¿Pero qué haces, Rocío?-, pregunté, sorprendido.

-Tranquilo. Recuerda lo que hablamos aquella vez sobre el fuego. En el fondo, esto era lo que siempre estuviste buscando-.

Rocío arrojó sus libros quemados cerca de la tumba, y luego se acercó hacia mí, para rodearme con sus brazos.

-Y yo te lo estoy dando-.

Sin darme tiempo siquiera para ninguna palabra, me besó de manera fogosa. Sencillamente, me dejé llevar y la abracé fuerte.

Tras unos intensos segundos, ella se apartó de mí. Miró nuevamente a la tumba, repleta de cenizas.

-Salvador, me tengo que ir-, me dijo, sin más.

-¿Ya te vas?-.

-Así es. Me esperan.

No sabía qué hacer. Si retenerla a mi lado o dejarla partir. Miré por unos segundos a las cenizas dejadas sobre la tumba y tomé una decisión.

-Está bien, Rocío. Anda. Supongo que ya es la hora.

-Lo sé, mi amor.

Volvió a abrazarme, más fuerte que antes. Yo hice lo mismo con ella.

-Gracias por todo-, dijo Rocío, por última vez. Sonrió, con los ojos llorosos y caminó lentamente, rumbo a los árboles que había alrededor.

Observé cómo su figura se fundía con el ennegrecido bosque. Volví sobre mis pasos. La tumba relucía, como nunca, el epitafio del poeta: “Abrid la tumba. Al fondo de esta tumba se ve el mar”. Puse mi mano sobre la tumba. Las cenizas, aún calientes, alumbraron un largo regreso.