viernes, 9 de febrero de 2018

Me compré Relatos Reunidos de César Aira y Pastoral americana de Phlip Roth, casi a un precio risible. Los dos por 10 mil. Era en la tienda del loquito al lado del cine insomnia. Sobre el libro de Aira señaló que el compendio de sus “crónicas imaginadas” era una edición limitada, que lo que más se vendía eran en cambio sus novelas. Su comentario bien puede haber servido de nota crítica y, además, por la tangente, de impulso publicitario. Asentí y le pregunté si acaso tenía la novela El mago. No la ubicaba. Prometió traer un lote grande de libros, a ver si en uno de ellos aparecía como por arte de magia algo del argentino. Respecto al de Roth, explicó de forma escueta que para él, en cuanto a literatura norteamericana del pasado siglo, existía Roth y todos los demás. En ese momento le hice una salvedad, mencionando que también estaba Norman Mailer, con su monumental Los desnudos y los muertos. El loco estaba de acuerdo. Además coincidimos en que La mancha humana del mencionado era otro gran libro. Ante mi vacilación con la edición de la novela, el compadre se disponía a ofrecer su razonable precio, por gentileza de la casa. Por un momento dudé en comprar a Aira y a Roth, hasta que recordé que precisamente andaba con un billete de diez en el bolsillo. Era todo o nada. Al rato, compra realizada. El loco la había hecho nuevamente. Le había pagado en primer lugar los Relatos Reunidos a seis. Luego, al tomar la Pastoral americana, sugería que con el mismo vuelto del primer libro podía pagar este otro. Una jugada maestra. Un buen librero sabía siempre cómo leer entre líneas. Cómo leer el contenido simbólico y pragmático de sus libros, y además cómo leer la necesidad simbólica y pragmática de sus clientes, para provocar la magia de la transacción, por medio de la idea del gusto literario, que, sin embargo, no garantizaría ni por asomo la lectura efectiva. Pero eso, al fin y al cabo, le importaba únicamente a su clientela. Sabía que solo la crítica, usada con la suficiente sagacidad y argucia comercial, podía lograr ese efecto milagroso. Saliendo del local leía la contratapa del libro de la Pastoral americana. En él aparecía escrito precisamente lo mismo que el loco de la librería había explicado: “En la actual literatura norteamericana está Philip Roth, y después, todos los demás”. La nota figuraba escrita por el Chicago Tribune.

El recinto

Hay una teoría que sostiene que los sueños pueden tener directa relación con la sustancia psicoactiva DMT que sería producida naturalmente por la glándula pineal. De ahí la naturaleza caótica de la imaginería onírica. En estas últimas noches ya me he estado empezando a creer esa idea, dado los sueños cada vez más extraños que han ido surgiendo. 

La cosa va más o menos así. En el de ayer, estaba subiendo las escaleras de algún gran recinto educativo. De acuerdo a la infraestructura imposible, este iba cobrando una forma inusualmente parecida al laberinto de Escher, pero solo en el relieve de los espacios, porque las escaleras se hacían empinadas pero no tenían otra curva ni otra geometría que la de su inclinación. El timbre para entrar había sonado hace rato. No había eso sí ningún alumno merodeando los alrededores. Al llegar di con una sala imaginaria. Era una sala de media. Los cabros permanecían allí sentados, casi impávidos. Una angustia comenzaba a aflorar. Era una angustia producto de su silencio hasta cierto punto insoportable. Una tranquilidad sepulcral lo invadía todo. La sala asemejaba, por su pintura blanca, y por la cualidad de sus moradores, una condición de monasterio. Solo una mesa vacía indicaba el lugar que le pertenecía por descarte al profesor. En el momento que abría el libro de clases, para pasar la lista, luego de haber saludado con la mirada a todo ese grupo de jóvenes almas silentes, el curso entero desaparecía. La puerta de la sala se abría de manera misteriosa. En un abrir y cerrar de ojos, todo se iba a negro sin mayor explicación.

Al rato, otra escena, u otro sueño dentro del sueño. Era en una pieza llena de diarios sobre las paredes. Unos supuestos compañeros la poblaban. Un bullicioso grupo de compañeros buena onda. Compartían lo que parecía un vaso con algún elemento indescriptible, de color azul. Había que beberlo o tan solo cederlo para generar cierto vínculo fugaz. De fondo sonaba una mezcla de rock progresivo y desde otro sitio cercano un remix bailable electrónico. La música provenía de dos lados diferentes, pero el acceso a tales lados, según la intuición sonora, solo podía darse desde una puerta escondida en un rincón de la pieza empapelada. Para llegar a ella y, eventualmente, escapar de esa incómoda situación, había que abrirse paso entre los comensales que reían, parlaban y bebían sin otra justificación que sus propios organismos repletos de endorfina. Cuando me ponía a pensar en ese plan, y ejecutaba el primer movimiento, pidiendo permiso a un compadre de pelo largo que fumaba solo, justo una jovencita me detenía. No recuerdo su rostro. Solo recuerdo que en ese momento estaba bebiendo de aquel vaso. ¿Me habrá leído la mente? ¿El momento de su detenimiento habrá tan solo coincidido con mi abrupta retirada? Nada era seguro. Lo primero que hizo fue dejar a un lado su puesto de encima de una cama y ofrecerme un poco de lo que bebía. Solo para congeniar sorbía un poco de aquella bebida de ensueño, hasta que de pronto se armaba un karaoke dentro de la pieza. De la nada se levantó un sujeto a corear los primeros versos de una melodía muy parecida a Killer de Van der graaf generator. En ese momento fue que lo identifiqué con otro compadre que conocía en la realidad, pero no se parecía en nada a ese otro sujeto que cantaba en el sueño. Solo conseguía asociarlo con él por la sincronía musical. A medida que él se compenetraba con la canción, el ruido de afuera se confundía con la batahola general. El contenido de aquel vaso había quizá hecho efecto en los comensales de la pieza. Sobre la cama, una sola masa informe que simulaba una orgía. Era el momento perfecto para huir de ahí y buscar al menos otro sitio más coherente. 

De nuevo la angustia. No por la sensación de claustrofobia, sino que por la interpelación directa, por la falta de conexión con el ambiente. Un pasillo daba hacia otra escalera como la de aquel recinto educativo. A medida que subía, la música electrónica se hacía cada vez más fuerte. A martillazo acústico digno de antro subterráneo. Pero de entre la oscuridad, las luces multicolores y las piezas abiertas no se lograba identificar a nadie, o tal vez todos estaban demasiado insertos en su propio proceso festivo. Cuando llegaba al supuesto sitio de la sala de baile, solo estaba aquella jovencita con un amigo en una esquina cerca de lo que asemejaba una ventana hacia el exterior. Estaban fumando. Hacia afuera solo una luz negra que proyectaba un espacio blanco. La jovencita, muda, nos señalaba sobre algo que había perdido. El amigo hacía el gesto de seguir bebiendo, también mudo. Trataba de congeniar. Pedía entusiasta algo sobre la barra vacía. De repente, la jovencita huía sin razón. Bajaba aquellas escaleras de Escher, esta vez de verdad distorsionadas. Al seguirla me daba cuenta que todo alrededor iba adquiriendo un tono cada vez más apagado. En cuanto iba descendiendo, el ruido y el ánimo chispeante alrededor desaparecían de forma progresiva. No más electrónica. No más prog rock. Ni siquiera rostros empapados en sudor, reflejos de lucecitas ni hormonas insolentes. 

Volviendo a la pieza empapelada, ya no había nadie. El vaso de aquella sustancia azul ya se había vaciado. Sobre la cama supe de inmediato lo que había perdido aquella jovencita. Una chaqueta. Había buscado la chaqueta en señal de retirada. La recogía con la vana esperanza de devolvérsela. Salía por el único acceso que tenía para dar hacia la zona de las pistas de baile, pero al ir pasando por allí, todo iba tomando un color pálido. Solo era cosa de tiempo para volver, dentro de la diegesis, de regreso al recinto educativo por el que había empezado el sueño, y por el que estaba a punto de empezar la clase del principio. Me hallaba de vuelta en la sala con los alumnos totalmente quietos. La angustia volvía esta vez al mirar la lista del libro de clases llena de signos de interrogación en lugar de nombres. Sobre la silla del profesor estaba la chaqueta de la jovencita del sueño. En eso, una alumna de la última fila, que estaba con audífonos, de improviso se levantó para señalar la chaqueta, pidiéndola de vuelta. Cuando giré para sacarla de la silla, el silencio se apoderó nuevamente de todo. Miraba hacia el grupo curso para dirigirme a entregársela, sin embargo, todo se iba a negro, una vez más. El sueño había acabado.

Sobre el velador, una llamada perdida. Y un vaso de té a un lado de la lámpara, helado, sin tomar.