martes, 9 de junio de 2020

Esperando en el paradero el coleto para ir a casa, se me acercó una joven a ofrecer unos parches curita: 

-¿A cuánto?- le pregunté 

-Lo que usted pueda-, respondió la joven. 

Le pasé unos trescientos pesos. 

Ella había explicado, previo ofrecimiento, que estaba durmiendo debajo del puente Marga Marga con otras personas para resguardarse del frío, ya que vivía en situación de calle. 

-¿Y cómo lo hace? Se supone que con la pandemia hay que mantener la distancia- volví a preguntarle, impactado por la crudeza de su realidad. 

-No queda otra, pueh. Entre todos nos apañamos, con mascarilla no má. 

-¿Y nadie los ayuda? 

-El hogar de Cristo nos da cosas, abrigo, alimentos. 

-¿Y no podrían alojarlos allá? 

-No se puede pueh. Con esto del virus no se permite. 

Al rato la joven se fue en dirección al puente, tratando de ganar otras monedas más en el trayecto… 

Pase lo que pase, la vida sigue siendo dura.
A pasos de la plaza Echaurren, bajando por calle Almirante Riveros, un hombre con polera de Judas Priest, notoriamente ebrio, se paseaba después de la hora del toque de queda. Iba a rostro descubierto y sin salvoconducto. Fue interceptado por algunos uniformados que circundaban el perímetro. Claramente intimidado por su presencia, les dijo: 

-Disculpen, soy humano… 

Ante el silencio de los uniformados, comenzó a hablar solo. 

-¿Aló? 

-Dios te ama 

-…. 

-Somos todos chilenos. 

Mientras hablaba, nervioso, trataba de buscar la mascarilla entre sus bolsillos. 

-Aquí está la mascarilla. 

Por fin habló un uniformado, y le indicó que se la pusiera. 

-Sí, me la pongo altiro. 

-… 

-¿Le digo algo? Estoy ebrio. Disculpen, perdonen. 

No soporto el mundo. 

En eso, hizo el ademán de estrecharle la mano a otro uniformado, en un intento de simpatía, pero este lo paró en seco, recordándole que debía mantener la respectiva distancia. De modo que el hombre ebrio retrocedió y volvió a disculparse, levantando la voz, un tanto ofuscado. 

-No hago nada, no tengo alma-, repitió. 

Cuando terminó de decir que no tenía alma, el uniformado del principio, el de la mascarilla, le entregó su carnet de identidad al hombre y le pidió que siguiese su camino.
En toda una cuadra del centro, cerca del sector de los restoranes, unas garzonas cesantes acostumbran a pedir dinero. Se pasean por toda la cuadra, evitando no alejarse demasiado del lugar que ganaron por necesidad o circunstancia. Un poco más allá, en toda una esquina, suele colocarse un joven en silla de ruedas a cantar. Frente suyo pone una caja monedero. No sale de ahí hasta tarde. El día de ayer cantaba Creep de Radiohead. La parte final del estribillo, al disminuir sus decibeles, y conforme la gente se iba distanciando, servía de contrapunto existencial al panorama. “I dont belong here”.