miércoles, 2 de marzo de 2016

El ocio


Siempre cuando no hay nada que hacer en particular, me pongo a delirar sobre los amores que no fueron o que pudieron ser pero no fueron. Por supuesto, en completa ausencia e indiferencia de las implicadas. Me regodeo en sus mil y un posibilidades. Hago poesía sin escribir sobre ellas. La contemplación de aquellos momentos ya perdidos me sirve de placer y de aliciente. Es mi propio concepto de ocio. Al hacerlo así tengo el tiempo necesario para pensar y armarme de fuerza para seguir amando. Porque para poder amar tenemos que tener el suficiente ocio.

Pero ¿qué significa realmente? El tiempo de ocio, concebido desde su acepción latina, "otium", era opuesto al clásico negotium que involucraba actividades públicas, a la vida del mundo público. Cicerón hablaba de un otium cum dignitate que aplicaba a aquellos ciudadanos que ya cumplieron su servicio público y tienen el merecido tiempo para el cultivo y el disfrute de si mismos. El ocio tenía un enclave social. Era la pax, una especie de "felicidad pública" que todo aquel por el hecho de ser simplemente ciudadano poseía, aquellas veces en que el servicio a la comunidad quedaba cumplido o sencillamente se detenía, por abc motivo. Era el ocio asociado a la felicidad, a las cosas simples, a lo que corresponde a la propia persona. Ahora bien, ese tiempo de ocio podía usarse en cuestiones más “espirituales”, generalmente al cultivo de la filosofía, la ciencia, las matemáticas, la poesía o la propia escritura. Todas, disciplinas propias de ociosos. Hoy, sin embargo, el ocio tiene un matiz negativo. Se le concibe como sinónimo de vagancia, de despropósito, de una condición en suma miserable y hedonista. Nadie, a pesar de esto, puede negar que el ocio es una condición permanente. En nuestro fuero interno el ocio arde con una llama voraz. Nos impele a hacer nuestra voluntad. Todo nuestro "negocio" diario de supervivencia y de eficiencia en algún momento inspira y expira para darse un aliento y poder respirar. Ese momento le corresponde a la respiración, al ocio de la vida.

No nos engañemos: el trabajo que tan esforzadamente buscamos o realizamos no hubiese sido posible sin una incontenible cantidad de ocio. Nuestros sueños mismos son producto del ocio. Se trabaja en pos del ocio, en pos de respirar la vida con más fuerza. En eso reside su sentido. En lo que el mismo Cicerón llamaba el "otium negotiosum", el verdadero tiempo para hacer lo que se quiere, realmente. El problema es que hoy ese querer entra en pugna con el deber. Y ese deber en nuestro sistema está supeditado a la lógica del trabajo y la productividad. Solo en la conciliación entre ese antiguo otium y el negotium actual concebido como actividad pública se puede hallar cierto nicho, cierta luz de realización, por así decirlo. Mientras tanto, el otium arraigado en el espíritu sigue quemando. Siempre, a pesar del llamado militar del deber, de la arenga castrense del mes de Marzo, el otium subyace como aquella energía que te da la libertad suficiente para imaginar el querer en toda su dimensión poética, jovial, hasta cierto punto, trágica. La dimensión de ese querer es inagotable, porque el ocio mismo es inagotable. El universo entero es la obra de un ocio invencible.