lunes, 13 de noviembre de 2017

Googlemóvil. Digresiones sobre el auto del futuro.

La Empresa Google acaba de anunciar hace poco la aparición de un nuevo producto: El Google car, o traducido para Latinoamérica, el Googlemóvil. Sería algo del todo moderno porque sería uno de los primeros vehículos que se pretenden completamente automáticos, sin volante, pedales, ni marchas, solo equipado con unos sensores computacionales que le proporcionarían la velocidad, su ubicación y su ruta de conducción. Al saber sobre la aparición del Googlemóvil me imaginé que entre sus funciones estaría la de servir como navegador virtual sobre ruedas, que te llevara teledirigido hacia el lugar que uno googleara. Pero luego los directivos de la empresa sostienen que la propia marca no apuntaría a la función de la información o el conocimiento, sino más bien a una revolución automotriz, insertando ojalá de forma definitiva un patrón autónomo en los coches que iría evolucionando hacia la aplicación definitiva de la IA al automovilismo. Para los amantes de los automoviles esta noticia sonará como un verdadero orgasmo, un deleite bizarro, una fijación erótico tecnológica a lo Crash de Cronenberg (o Ballard con su novela homónima). Aunque también resulta preciso dilucidar cómo podría llegar a ser ese tal Googlemóvil en un futuro remoto. ¿Una especie de Auto fantástico (KITT), aliado de la ley, obediente, como en la serie clásica, o, por el contrario, una especie de Christine, una entidad posesa, que tarde o temprano se revelara contra sus controladores, como en la novela de terror de King, luego adaptada por Carpenter?

-Un fan de lo automotriz está embobado con la mecánica, con la pulsión viviente de sentir la manipulación fálica de la palanca de cambios o de oler y palpar el chorro húmedo del limpia parabrisas (y otros aceites). La tecnología que pretende introducir Google es demasiado antiséptica y pulcra, muy lejos de los cánones que busca un amante de las tuercas.

-Puede ser que el nuevo aparato autónomo integrado al automóvil, incorporando la IA, desligue al conductor de su control manual del coche, por ende, de su sensación de poder al volante, de su líbido proyectada en la máquina de forma subrepticia, pero no cesará su fijación por el objeto de deseo. Se desmarcará de lo manual manifestado en la sensorialidad de la mecánica, pero no dejará de desear ahora a bordo de su gran creatura automatizada, como una suerte de vibrador gigante. Aunque claro está que no es lo mismo manejar el coche que dejar que él mismo se conduzca.

-Tiene que haber un equilibrio entre rudimentariedad y primitivismo en lo tecnológico, y la propuesta de alguna innovación de vanguardia. Lo de Google me parece que viola la continuidad natural entre hombre y máquina. No permite un enlace, un erotismo.

Muchos han sido los cineastas que recientemente fueron acusados del delito de acoso o violación. La lista involucra a Marlon Brando, Jodorowsky, Woody Allen, Lars Von Trier, Harvey Weinstein y hasta al mismísimo Louis CK, cuyas rutinas versaban precisamente sobre el sexo y el embrollo de las relaciones de pareja. Llama la atención la sincronía de las acusaciones que, por supuesto, no son aisladas, sino que responden a un nuevo fenómeno de develación pública y colectiva del abuso en el mundo del espectáculo. Se ha roto cierto tabú, la barrera mediática que mantenía en silencio y tras bambalinas determinados hechos, merced a una fuerza política que le ha permitido a las víctimas sumarse a esta gran ola de juicios en masa. Hollywood asiste actualmente hacia una nueva caza de brujas, pero orientada ahora hacia la transparencia con respecto al tema de la violencia contra la mujer. Netflix se ha sumado también a la causa (quizá con intereses corporativos), y ha decidido tomar la medida radical de eliminar los contenidos que involucren a algunos recientes acusados, sean estos presuntos o declarados. 

Sin ir más lejos, cabe señalar que ni hasta los poetas se salvan. Neruda ya ha había sido culpado tiempo atrás (eso sí, de manera póstuma) respecto a una violación que podría ser leída en un fragmento de Confieso que he vivido. Sale además a la palestra un poeta relativamente actual, que de acuerdo al mundillo literario santiaguino sería parte de la "nueva poesía joven", el cual también ha sido denunciado por abuso, incluso asumiendo el hecho. Como es lógico, la pregunta que aún continúa invicta y digna de polémica al respecto es la ya consabida por todos: ¿vale considerar autor y obra como un todo, y por ende censurarlos a ambos? ¿o vale separar autor y obra y juzgar a cada uno de acuerdo a diferentes criterios, digamos, legales, éticos, en el caso del primero, y estéticos, en el caso del segundo?. No hay una respuesta tan consensuada que obligue hoy a inclinarse por una opción sin dejar automáticamente de lado la otra. O se condena al autor y a su obra como una sola; o se echan al agua por separado. Hay una frase de Umberto Eco que viene perfectamente como anillo al dedo, y representa una posible vía de escape: “El autor debería morirse después de haber escrito la obra. Para allanarle el camino al texto”. Es decir, el texto como algo independiente, autónomo, como ya quisiera Flaubert en relación al Autor, presente en todas partes, pero en ninguna visible. La pugna trae también a colación el dilemático conflicto entre formalistas y estructuralistas rusos en el siglo XX, los primeros, más apegados a un análisis pretendidamente científico de la obra, casi como un objeto independiente, y los segundos, más inclinados hacia una lectura integral que vincule a la obra con su medio de producción. La avanzada feminista contra el abuso de poder de los artistas sería, en este sentido, estructuralista. Entiende que la obra no es solo una creación, sino que un remedo y hasta un reflejo del propio autor. Si siguiésemos esa visión, entonces la lista de acusados en el mundo del cine y la literatura sería, con toda justicia, interminable. 

Resulta archisabido y legítimo el levantamiento contra el sistema, porque para la nueva avanzada el problema ya dejó de ser incidental, para pasar a ser estructural, pero la guerra contra la obra parece seguir siendo, después de todo, un flanco demasiado difuso. ¿Cómo condenarla sin caer en el juego de la interpretación? La nueva transparencia sobre los delitos sexuales prueba, en relación a la obra, que el Autor está en crisis, tal como habría vaticinado Umberto Eco. El Autor ya no es Dios, es un sujeto susceptible hasta de la máxima ignominia, como todo mortal. Pero solo la obra al parecer continúa siendo materia de lectura infinita, la instancia en donde la ética de la sociedad difumina o bien raya la cancha.