martes, 22 de enero de 2019

Voy en la página 164 del diario íntimo de Luis Oyarzún. Una cita suya me sirve de faro: "la experiencia no lo proporciona todo; tiene sus límites: Aquel que espera de la experiencia lo que ella no posee, va contra la razón". El ejercicio de escribir un diario supone de por sí una reinterpretación vicaria de la experiencia, impulsada por la urgencia vital del momento, la contingencia de un tiempo presente que se sabe subjetivado en el instante que pasa del nervio a la letra. El diario íntimo, un género concebido injustamente como menor, porque tal vez su pretensión no sea otra que la de escribir sobre la marcha, sin otra dirección que la anécdota de la cual puede construirse alguna clase de relato o derivarse una reflexión digresiva. La lista de autores conocidos que tuvieron su diario íntimo es larga: Iñaki Uriarte, Pizarnik, Julio Ramón Ribeyro, Levrero, etc. Los diarios que construyeron conforman un corpus limítrofe entre la anotación cronológica y la prosa marcadamente introspectiva. El propio diario de Oyarzún lo evidencia, con disquisiciones filosóficas de largo aliento que puede que surjan a raíz de un hecho significativo o un apunte consuetudinario, o a veces el diario se deja escribir mediante una larga y tendida sucesión de eventos, acciones u omisiones. Lo que me llamó gratamente la atención fue la libertad con que a veces Oyarzún, luego de varios días de lapsus existencial, dejaba de escribir, confesando después que ese tiempo sin escribir era parte de un proceso circunstancial que lo excedía, y que, pese a eso, no podía evitar sobrellevarlo. También había días en que esa especie de deuda con el diario no existía, y Oyarzún podía retomar lo escrito luego de un vasto tiempo sin ningún sentimiento de culpa o recriminación. Era la época en que no se entendía la lentitud ni la poca productividad como procrastinación, porque no había allí en el diario ningún deber hacer, ningún imperativo que lo conminase a inclinarse frente al verdugo del sentido y la continuidad. En un día de Enero de 1958, frente a la ausencia de la necesidad por seguir el diario, anotaba simplemente: Nada. ¿Y para qué subrayar la ausencia de alguna experiencia significativa digna de ser descrita en el diario? O, viéndolo desde otro ángulo, ¿por qué no simplemente omitir ese día y aceptar que no se puede o no se quiere volcar en él la transcripción literaria de la experiencia? Porque solo el diarista, adicto a lo inasible, obseso de lo fugaz, puede darse esas licencias y seguir estoico en un pulso únicamente fiel al devenir de sus días. Pero también la nada, situada entre tal o cual tiempo dentro de la totalidad del diario, ocupa un lugar específico en la secuencia. Se deduce que el diario íntimo puede abrazar esa nada, traducida en la omisión de ciertos sucesos o en su inscripción paradójica, y a la vez valerse de lo personalísimo para sacar de él uno que otro texto que reintegre o que recree con algún mínimo de estilo el conjunto de lo vivenciado. Gracias a Oyarzún, nuestro diarista de culto, tenemos que la escritura de anécdotas puede ser comprendida justamente como un work in progress, nada más que un proyecto en tensión, acaso siempre inconcluso, de la mano con los avatares de la vida; una promesa masturbatoria, un eterno tanteo, un atrás y un adelante, un quizás que se regodea en el ahora. La escritura crónica deviene así en forma de metástasis de la experiencia.