jueves, 16 de febrero de 2017

El ascensor y la estatua

Al doblar por una esquina cercana a Molina, se aprecia desde abajo la demolición del ascensor del Espíritu Santo. Ese ascensor pareciera que hubiese estado deshabitado hace mucho, a pesar de que subía una que otra alma foránea. Avanzo un poco más hacia el centro, doy con el Parque Italia, que parece estar acabando su remodelación. Veo desde afuera la estatua de la loba luperca amamantando a Rómulo y Remo. Se ve que la estatua tiene una forma distinta. Como si los primogénitos de bronce hubiesen vuelto a nacer en el seno del plan. Se sigue un trayecto rutinario, pero la ciudad prosigue sometida a sus vaivenes. Bajo la entrada de aquel ascensor pronto a demolerse, hay ahora un contenedor de basura, y, más allá, la reja abierta de un night club. Señoritas debaten a sus anchas mientras fuman y hacen tiempo para volver al trabajo. Por otro lado, justo frente a la estatua de la loba, se levanta un nuevo jardín que antes no existía, y el camión de la construcción va sacando los bloques de yeso y la tierra derruida, casi de forma sincronizada. Sigo avanzando, una joven camina raudamente en dirección contraria y se dirige hacia el lugar de la plaza para asomarse un minuto. Luego prende oportunamente su celular y saca una foto de lejos, hacia la fachada de la plaza. Por un momento pensé en asomarme también para echar un vistazo al lugar, pero elegí apurar el paso. En el espacio de unas cuatro cuadras se manifestaba entonces, por un puro asunto circunstancial, la imagen de una reescritura de la historia: el ascensor del espíritu santo, que simboliza a la iglesia, caído a pedazos lentamente, compartiendo el lugar de las meretrices; en cambio, la estatua de la madre loba y los bebés, que simboliza a Roma, reconstruida, libre ya de intrusos, adquiriendo colores nuevos, ante la mirada pálida, impávida de los transeúntes de verano que circundan el límite de la calle.
Un gato en el techo de la casa vecina mira fijamente hacia acá. Tengo la ventana y la cortina de la pieza abiertas. Los ojos del gato envían una señal perturbadora. En cualquier momento imagino que salta. Pero no lo hace. Continúa mirando. Levanto la cabeza, entonces se mueve hacia otro lado. Se hace el weón. Como no quiero ser menos, dejo de mirarlo. La noche continúa su sigilo silencioso.