martes, 4 de diciembre de 2018

El sábado pasado, caminando con un amigo por calle Esmeralda, en la otrora zona bancaria, se nos acercó un tipo menesteroso, con una nariz de payaso. Un sujeto desaliñado de los que suelen transitar con naturalidad por el plan. Pasó a la altura de la calle sin apenas turbarse, hasta que cachó la polera del amigo, la polera de la película Help de los Beatles, entonces se puso a cantar como loco, un auténtico mix que comenzó con Help y luego con una mezcla entre Dont let me down y Hey Jude, interpretados de una forma realmente bizarra, hasta diríamos que genial por descabellada. El compadre recordaba a la perfección cada uno de los estribillos y hacía el esfuerzo por cantar afinado, a pesar de que su voz profería desvaríos dignos de un ebrio. Nos quedamos quietos por unos segundos, observando el inaudito espectáculo in situ, al tiempo que el sujeto seguía su camino, entonando los temas con un ímpetu cada vez mayor. El amigo no podía creer lo notable del hecho, él, beatlemaniaco confeso. Había encontrado de la nada un compañero improvisado que compartía su afinidad musical. Seguramente, la polera le había hecho recordar al sujeto un pasado probable. Por un momento habría vuelto a ser cantante, o bien, habría recordado de manera fugaz su condición de audiófilo, porque antes de eso, se le veía andar como despistado, como sin rumbo conocido, acaso invocando lo melodioso a través de la displicencia de la gente. La música de los Beatles fue su moneda de cambio. La música de los Beatles fue su máquina del tiempo, su garantía para no perder el rumbo, o, quizá, para seguir andando y perderlo con estilo. ¿Será esto un reflejo de lo único que reste al final, lo único que podríamos llamar "propio": la pasión?