lunes, 6 de noviembre de 2017

El playboy atómico


Una foto de hace exactos 71 años, tomada en el club de oficiales de la Academia Militar en Washington D.C. El grupo de oficiales había estado a cargo de las primeras pruebas nucleares de la posguerra. Se ve en la foto al Vicealmirante William Blandy y a su esposa, junto al Contraalmirante Frank Lowry, cortando una tarta con la forma de un hongo atómico, por motivo de celebración del aniversario de la Academia.

No tenía nada que ver con lo ocurrido en Japón, pero en pleno contexto de posguerra la referencia era inevitable. La tarta había sido encargada por un teniente, parte del equipo de Blandy, aunque este no habría estado al tanto de la sarcástica idea. Cuando la foto del evento fue publicada por el Washington Post, dos días después, con el título “Saludando a Bikini”, en alusión a las islas donde se habían realizado las pruebas nucleares, se desató un escándalo internacional.

Ante la polémica, el Almirante Blandy salió a defenderse y dijo lo siguiente: "La bomba no comenzó ninguna reacción en cadena en el agua convirtiéndolo todo en gas y dejando caer los barcos en el fondo de todos los océanos. No voló el fondo del mar y dejó que toda el agua corriera por el agujero. No destruyó la gravedad. No soy ningún playboy atómico, como uno de mis críticos me etiquetó, haciendo explotar estas bombas para satisfacer mi capricho personal”.

Desde ese momento, fue llamado como el "playboy atómico".

Claudio Giaconi

"La realidad es una fosa" decía Claudio Giaconi. En ella cabría también la poesía.
El Sábado por la mañana las puertas del preuniversitario permanecían herméticamente cerradas. Daban las nueve y nadie llegaba. El auxiliar se había atrasado o bien se había tomado el día libre. A medida que corrían los minutos, y teóricamente comenzaba la hora de la clase, iban llegando como nunca alumnos de manera puntual, que en situaciones normales hubiesen llegado tarde, aglutinándose en la esquina de Pudeto con Freire sin entender demasiado el porqué del cierre abrupto, persistente. A las nueve cinco exactamente llegaba la coordinadora con las otras profesoras, presenciando en vivo la inusual aglomeración del alumnado en plena calle. "-¿Qué onda, se tomaron el preu?-" decía una de las colegas, tratando de sacarle la ironía a una situación tan embarazosa. "Esto me recuerda a la universidad" replicaba otra, siguiéndole la onda. La coordinadora sugirió al rato armar una lista con cada uno de los alumnos asistentes reunidos en la calle. "-Debería ser como en la U: hacemos la lista y despachamos al curso", repetía ahora el colega de Historia que había llegado de pasadita creyendo que lo de afuera era realmente una suerte de manifestación. Justo ante el llamado de la coordinadora arriba la secretaria del preu, con su expresión siempre confiable, aunque a paso firme, nervioso. Explicó a todos que el encargado de la puerta se había tomado el día libre pero que a ella le había correspondido abrir el preu, habiéndolo olvidado completamente en el camino. La coordinadora sugería que llamase al auxiliar para que le entregase las llaves. Pero la comunicación en ese momento resultaba inútil. Ya no había forma alguna de entrar que no fuera improvisando una maniobra temeraria o demasiado ilógica, rayana en el despropósito.

Ante la desesperación por entrar al lugar, entonces se comenzaban a maquinar las ideas más absurdas. Una de las colegas chacoteras proponía que escalásemos hacia el preu desde el patio de la casa contigua para dar hacia el patio trasero de la instalación. Otra, que todos los presentes, profes y alumnos probasen con sus propias llaves a ver si por alguna coincidencia o extraña posibilidad una de ellas pudiese abrir las puertas. La colega del principio, por su parte, entre gestos cómplices, agregaba una humorada, diciendo que se podría perfectamente hacer clases afuera, usando de pizarrones los muros de la calle y esquivando los vehículos cada vez que se atravesasen. A algunos cabros apegados a la puerta cerrada del recinto esta idea hasta les cayó en gracia, dado lo ridículo del hecho y el clima general. Unos a lo lejos también se veía que sacaban fotos hacia la puerta y hacia los profes tratando de abrirla. En ese instante la coordinadora hablaba con la secretaria quien había asumido plenamente la responsabilidad del imprevisto. El rostro de la secretaria ya no reflejaba aquella espontánea jovialidad. A pesar de su belleza expresaba ahora una disimulada preocupación, un nervio tan sutil como particular. Así, sin previo aviso, se marchó, por consejo de la coordinadora, a buscar a unos cerrajeros al centro de Quillota. Andaba con unos zapatos de tacos. Me pidió amablemente -dada nuestra confianza- que se los cuidara mientras se encaminaba a tratar de salvar la jornada, para dar por fin con la llave milagrosa.

Durante la espera, algunos alumnos comenzaban a irse. Otros pocos se quedaban a un costado de la puerta, argumentando que no deseaban malgastar el viaje en vano solo por un desliz administrativo. Las colegas, por otro lado, no paraban de sacar tallas, tal vez camuflando lo inaudito de nuestra expulsión involuntaria con una superficialidad acorde al humor del momento. Una de ellas de hecho estaba creando un meme con la secretaria. El meme decía que "a todos los presentes que se habían quedado afuera por su culpa les debía una convivencia". El resto de las colegas también sacaba sus celulares en señal de que el meme habría sido compartido en un grupo interno. El colega de historia miraba fijo hacia la puerta, en el preciso instante en que un grupo de cabros hueveaba afuera de la puerta sacándose selfies. La cuestión iba tomando un rumbo tragicómico. El tiempo pasaba y ya daba el final de la hora de la primera clase. En la práctica todo el tiempo de la espera afuera de la calle equivalía a las dos horas pedagógicas inexistentes, porque justo a las diez y media se veía venir a la distancia a la secretaria, con paso apurado, desprolijo, rumbo hacia el preuniversitario para abrir de una vez por todas las puertas. Las profesoras ya habían guardado sus celulares y se disponían a entrar. Los pocos alumnos que quedabn afuera lo hacían al rato, tratando irónicamente de sacar la última vuelta.

Cuando llegaba hacia la oficina, aparecía de improviso la responsable, la secretaria, con el rostro algo tenso, pero siempre esbozando esa sonrisa, esa sonrisa que si no fuera por aquella puerta infernal de la mañana habría rimado de forma perfecta con su ánimo desenvuelto. Le entregué sus tacos sin mayor preámbulo. "Ahora se viene lo mejor. Explicarle todo al jefe de la filial", decía ella, no sin cierta decisión. Solo traté de expresarle que no tenía nada que temer, tocándole el hombro, y yendo rápidamente a abrir la puerta -para colmo, cerrada- de la sala de clases. La llave para la puerta de la sala también estaba entre sus manos. Su apertura generaba un eco tal en la sala vacía que podía escucharse hasta el fondo. Una vez abierta, las llaves volvían a su poder. Ya comenzada la clase, solo podía percibirse el suave vaivén de la manilla apretada, como si fuese simplemente el susurro de una apertura todavía improbable.