domingo, 13 de mayo de 2018

Literatosis

Literatosis: término acuñado por Onetti, luego citado por Vila Matas, para hablar de aquellos que, cual enfermedad o adicción, no pueden dejar de pensar o vivir literariamente al punto de la obsesión y la patología. El propio Vila Matas citaba también al Lobo Antunes, médico de profesión, quien decía que '"escribir es como drogarse: se empieza por puro placer y se acaba organizando la vida entera en torno al vicio". Todo aparece como carne textual, como susceptible de ser transformado en relato, hasta lo más tabú, lo más sensible y lo más ignominioso. Y precisamente lo más tabú, lo más sensible y lo más ignominioso se vuelve irresistiblemente tentado por el ejercicio funesto de la escritura sin límites, obedeciendo a su propia moral centrípeta (calidad e influencia aparte). El punto es que los literatosos abundan más que nunca, a veces de forma un tanto indeseable, pero sus síntomas han ido mutando y cambiando de manera intempestiva. Incluso lo ha hecho el objeto de su enfermedad: la propia literatura. La anécdota rápida, la crónica en miniatura, el fragmento instantáneo la han ido invadiendo, diversificándola, como si se tratase del germen de una nueva infección. En ella descansa su significado venéreo y se propaga sobre el sistema inmune de los códigos bien definidos. Pero me aventuro a señalar que el horizonte de esta patología no precisa de una dirección unívoca. Nunca la ha necesitado. El camino de la escritura, como el de cualquier enfermo sin remedio, puede bien llevar a la convalecencia o a la agonía. Ninguno garantiza ni la luz ni la sombra. Solo depende del pulso, de las circunstancias, del nervio azaroso, colectivo, del sello personal, para romper los esquemas, abrir un abismo o permanecer yaciendo en el limbo de la mórbida realidad.
Hay una nueva campaña del Loto que dice "ya eres millonario" por el solo hecho de respirar o, incluso, de vivir. El consabido cuento de lo intangible por sobre lo material, que no es otra cosa que el consuelo de los perdedores. Cuánto cinismo en un puro mensaje, la cagó.
Un viejito en la panadería, después de pedir un café, alegaba por el cambio de hora. Decía no entender nada. Me preguntaba qué hora era exactamente. Le respondía que las 20:50 app. Luego, extrañado, aún dubitativo, le preguntaba a la cajera: "Bueno, señorita ¿es esta la hora oficial? ¿o debo cambiarla?". Ella, segura de la exacta maniobra del reloj, le replicaba que no, que la hora que tenía y que le había dado era la hora cambiada, que no debía, por ello, hacer nada más. "No entiendo realmente el cambio de hora. Deberían prohibir tanta manipulación a vista y paciencia de todos", seguía rabiando el viejito, en el momento en que la cajera le pasaba el resto del vuelto y se miraba continuamente la muñeca izquierda. "Así es la cosa no más. Hay que acostumbrarse", le afirmaba ella, resignada, pero radiante, con todo el tiempo y la belleza del mundo, justo antes de que el caballero partiera rumbo a la calle, con su confuso concepto de la cronología al uso. Se le oía decir que para qué una hora más de vida. Que una hora más, o una hora menos no haría la diferencia a la hora de la verdad. Pero, más allá de su cruda y repentina observación, lo cierto era que el tiempo, su cambio, su medida convencional, esta noche sí iba a hacer la diferencia: para unos, se resumiría en una hora más de hueveo; para otros, en una hora más de trabajo; para unos, significaría una hora más de sueño; para otros, una hora más de insomnio. El tiempo, pese a su aparente imperturbabilidad, seguiría ahí oscilante, maleable a las manecillas de la vida y de la muerte. (Lo dice este zángano, especialista en horas muertas, recostado un día sábado por la noche, decidiendo entre pasar de largo o sucumbir a morfeo).