lunes, 15 de enero de 2024

Ayudé a mi polola con un trabajo para la U, hecho a dos manos. Acabé de hablar con una amiga que me requería y pasaba por un mal momento. La aconsejé. Terminé de escribir lo que tenía que escribir. A veces la plenitud se concentra en un puro punto, al final del día.
Vuelvo a la mini crónica, esta vez sobre la historia de Martín Busca, el porteño español que engañó al diablo, y su tumba vandalizada por miserables desconocidos:

Unos sujetos han vandalizado la tumba de Martín Busca Villanova, aquel legendario español decimonónico que llegó al puerto muy pobre y decidido a cambiar su suerte. La leyenda cuenta que Martín se hizo rico haciendo un pacto con el diablo. Este le habría ofrecido poder y dinero a cambio de entregarle su alma, la cual el diablo se llevaría en el momento que su cuerpo tocara tierra.

Fue así que Martín decidió engañar al mandinga y preparó un mausoleo de mármol con un féretro al medio, sostenido por cuatro pilares, con tal de no tocar tierra nunca y librarse del pacto diabólico. Incluso contrató a los mejores ingenieros de la época para procurar que su tumba fuera antisísmica.

Así pasó el tiempo y la tumba de Martín Busca sigue en la misma posición que la dejó. Sobrevivió a terremotos y otras maldiciones. La visitan a menudo porteños o gente foránea para pedirle favores de todo tipo, la mayoría relacionados con plata.

Se hizo la América, sobrevivió al pacto del maligno, se volvió una especie de “santo pillo” para los porteños. Sin embargo, su tumba no salió bien librada en el Valparaíso actual, con sus delincuentes cada vez más nihilistas y deshumanizados. El hombre que engañó al diablo, finalmente, no pudo con el propio hombre.

Valparaíso y su secreta metafísica del mal. La viva superstición del santo pillo, su icónica figura, trascenderá en aquellos que quieren rebuscárselas de alguna forma y desafiar el escamoteo “güiña” de los miserables.

Achacar "falta de calle" al que disiente de manera legítima no dejar de ser un recurso falaz y un ataque personal a la mala. Sin embargo, quería ahondar en esta descalificación. Hasta qué punto el hecho de "tener calle" otorga una moralidad superior o un sentido común desarrollado por la experiencia. Según eso, la metáfora de la calle implicaría haber vivido más o haber conocido de cerca el rigor de la vida, sin necesariamente, por eso, tener la razón sobre tal o cual tema. El que tiene calle, en definitiva, se pasea a sus anchas, con orgullo, y pretende que su "calle" sea garantía inmediata de su conocimiento, un elemento inapelable de su argumentación. El que no la tiene, en cambio, "no es vivo", cree, inocente, que le falta mucho recorrido, a riesgo de quedar entrampado en algún callejón discursivo o a riesgo de caer en la trampa del sofista callejero. Permanece en casa, temeroso de salir. La calle del otro, sencillamente, le agobia o le aburre por lo redundante o descuidada, peligrosa o anti estética, como las ciudades patrimonio.