sábado, 13 de mayo de 2023

El globalismo retrocede, el mundo multipolar avanza...

Motochorros de la noche al ritmo de la muerte

Hace unos días sufrí un asalto de parte de unos motochorros. Subiendo el cerro, en una esquina a un par de cuadras de mi casa, un motorista y su copiloto cruzaron la calle oscura. En un principio, no temí nada y pensé que se trataba de un delivery; pero, a medida que se acercaban a mí, intuí que algo tramaban. Me di la vuelta, en un acto reflejo, y los tipos aceleraron para acercarse aún más. Al observarlos fijamente, el piloto me apuntó con una pistola. Ya era demasiado tarde para reaccionar. Me pasé una película fugaz en mi mente. Pensé en defenderme, en salir corriendo. Nada de eso valía en la premura del asalto, por lo que, al verme acorralado y sin escapatoria, solo atiné a entregarles lo que querían: el celular y la billetera, no sin antes increparme a garabatos, Choqueado, solo atiné a entregarles todo. Temí lo peor. Luego, me dijeron que corriera. Lo hice lo más rápido que pude y los motochorros, cobardes, escaparon a toda velocidad, con rumbo desconocido

Corrí hasta la esquina próxima a mi casa y, en medio de la desesperación, agitado hasta la médula, di con unos vecinos que se encontraban cerca de ahí. Les conté la situación y ellos actuaron en el acto, muy amablemente, con suma empatía. Llamaron a carabineros y pidieron un uber para llevarme a la comisaría más cercana. Hablé, nervioso, indignado, con el conductor. Su acento era el de un extranjero. –¿Y eran chilenos o extranjeros?-, preguntó. Le dije que no lo sabía, pero que uno de ellos me había sacado la madre. –Qué mal. Tanto malo suelto, y muchos vienen de afuera-, repitió el conductor, quien se aprontaba a manejar lo más rápido posible. Pronto, ya estaba en la comisaría. El uber me dejó al frente y se marchó. Suerte fue lo último que escuché decirle, mientras se devolvía a seguir su recorrido, bajo una noche turbulenta.

Una vez allí, dejé constancia del delito e hice la denuncia correspondiente. El cabo me tomó una declaración que luego él procedió a dictarme para que yo la escribiera a mano sobre un informe. Cada dictado suyo y cada transcripción mía se hacían con algo de zozobra, por el cansancio del cabo y por el nervio que se apoderaba de mi pulso. La declaración debía ser hecha de acuerdo a la interpretación de los hechos declarados verbalmente al cabo. En efecto: mi declaración tenía su sello, el sello del proceso policial. Acabado el dictado y la redacción del informe, el cabo me dijo que cualquier otro antecedente iba a ser informado en Fiscalía, para seguir con el curso de la investigación. Fue así. El propio cabo se sinceró al respecto, y dijo que en casos como estos se delega todo al Ministerio público, conforme avanzara la flagrancia de doce horas. En tanto, unos colegas del cabo iban a hacer rondas por el sector del delito, y otros iban a tratar de rodear la zona para perseguir a los maleantes. Esperé en la comisaría a ver si obtenía alguna pronta respuesta de su posible captura. Nada. Había que ser realistas: los maleantes ya se habían mandado a cambiar, por lo que después del trámite volví por mi cuenta, para informar a los míos sobre el asalto y dar señales de vida.

En el trayecto de regreso, bajé por una larga calle llamada Camino Real. Era, según el cabo, el camino más seguro y más próximo a mi casa. Anduve por esa calle inhóspita, a esas horas, aun sabiendo que los ladrones podrían andar todavía en el sector. Pero lo cierto es que nunca más volvieron a aparecer. Su fuga fue estrepitosa. Entonces caminé tan rápido como pude por esas esquinas extrañas, conmocionado por dentro, y la poca gente a mi alrededor subía normalmente rumbo a sus destinos, como yo mismo antes del infame asedio. Tenía en mi poder solo las llaves y un parte policial. Esas eran las únicas garantías ante la intemperie. Caminé raudo sin mirar atrás, como quien vuelve a huir del sitio del suceso, hasta dar con la calle Diego Portales. Un breve respiro al llegar a esta conocida arteria, para luego continuar con mi camino.

Había perdido la noción del miedo sobre el ataque, con tal de enfocarme en cada paso que daba. Fue así que llegué hasta un negocio en una calle larga e iluminada, aquella que estaba paralela a la otra calle, corta y oscura, donde sufrí los hechos. Entré al negocio y alerté a la gente sobre mi asalto. Sorprendido, uno de los hombres que ahí estaba se me acercó. “-¿Vienes de ahí o de la comisaría?”, me preguntó el tipo, intrigado. Le respondí que venía de la comisaría, que ya había hecho la denuncia. –Yo te puedo ayudar. ¿Dónde bajaron los ladrones?-, preguntó el hombre. -Por la calle más larga frente al negocio-, le contesté, escueto. –Yo tengo algo que te puede servir-, dijo, de inmediato. Y señaló hacia unas cámaras puestas justo arriba de su oficina. Esas cámaras estaban ahí precisamente para captar posibles robos. El compadre estaba seguro de que el registro me podía ser de gran ayuda. Entonces me ofreció dejar un pendrive con las filmaciones, a cambio de registrarme en el grupo de la Junta de vecinos. Accedí a su propuesta y quedó de dejarme el aparato al otro día durante la tarde, en su misma oficina. Esa sería parte de mi evidencia, porque lo cierto es que no pude identificar el rostro de los ladrones ocultos tras su casco de motocicleta y tampoco recordé ni la marca de su moto ni el número de patente. Se hacía difícil poder identificarlos con éxito, y sin identificación se hacía aún más complicado poder detenerlos. Sin embargo, algo tenía, al menos una prueba mínima que comprobara su fuga.

Continué mi camino a casa por la calle de las cámaras, misma que horas antes sirvió de escapatoria para los maleantes. A esa hora, como nunca, el lugar estaba muy transitado. Avancé lento, agitado, por esa subida insufrible. Llegué hasta la esquina próxima al lugar donde ocurrió el asalto. Dispuesto a todo, crucé por esa misma zona, y ya no había nadie, solo la sombra de los árboles en las veredas, y la luz de los postes y las casas que apenas hacían perceptible el trayecto. Volví a mirar por unos segundos a esa turbia esquina que otrora subía para acortar camino. Me alcancé a ver en ella, pero ya nadie podía evitar el arranque del tiempo ni el chirriar de sus ruedas criminales.

Todo aquel que se diga a sí mismo revolucionario y defensor de los intereses del pueblo; todo aquel que se diga a sí mismo libertario y defensor de las libertades individuales; y también, todo aquel que se diga a sí mismo patriota y soberanista, debería ir a votar rechazo a este nuevo proceso constituyente, en masa, sin pensarlo.