domingo, 23 de abril de 2017

Mi madre me comenta respecto a la situación del temblor anoche. Nada del otro mundo, a excepción de la ola mediática. Empieza entonces a hablar sobre el terremoto del 85. Decía que en aquella época, la abuela le calmaba, luego de la seguidilla de réplicas que ocurrían, explicándole que es mejor que tiemble de a poquito, para que así la tierra libere energía y no ocurra nuevamente un terremoto de gran magnitud. Claro está, un mito confortable, para nada científico. Sin embargo, parecía que después de esas palabras inocentes y bienintencionadas, cualquier otro movimiento o desastre lucía menos terrible que antes. La explicación de realismo mágico que daba la abuela se recordaba con cariño, y hasta cobijando cierto halo de seguridad. Un escudo hecho de puro corazón y palabra contra una fuerza natural implacable. Era la potencia anestésica del relato, más allá de su veracidad o falsedad. Podría estar cayéndose el mundo a pedazos, pero seguiríamos, no obstante, aferrados a nuestros relatos como de una tabla al borde del abismo.