viernes, 28 de enero de 2022

Un gran evento de poesía llamado "El gran Reinicio". ¿Quién se suma?

Corona (Relato onírico de ficción)

Soñé que me enfermaba y quedaba postrado en cama. Me dolía todo el cuerpo. Un amigo iba a verme y me pasaba unas extrañas pastillas que según él me harían bien. Las tomé y comencé a imaginar un escenario en el que varias personas de mi círculo se iban a un extraño local con un subterráneo. Ya más repuesto, fui a aquel sitio pero no me permitían entrar. Permanecí varios minutos afuera hasta que la gente salió. No alcancé a divisar a nadie de mi círculo, hasta que salió el amigo de las pastillas. Me preguntó qué hacía ahí. Le dije que me había recuperado. Él me dijo que no debía estar en ese sitio, que se supone aún estaba convaleciente. Yo le volvía decir que no había problema, que ya estaba bien. Él insistió en que no fue buena idea haber ido, y que mejor me fuera. Me volvió a dar otras pastillas. Le dije que ya no las necesitaba. Él insistió tanto que incluso llegamos a forcejear.

En eso, mientras peleábamos, llegó un lote de gente. Todos usaban mascarillas quirúrgicas. Se asomó una chica de entre medio del grupo. Parecía mandar ahí. Le preguntó al amigo qué pasaba. Respondió que yo aún estaba convaleciente. Entonces, los demás me miraron fijamente, y comenzaron a retroceder. Solo se acercó la chica, quien también me observó como quien observa a un extranjero indeseado. Le habló algo al oído al amigo. Luego, este hizo una llamada por celular. Intenté preguntarle a quién llamaban, qué era lo que estaba pasando. El amigo dijo que por favor, por el bien de todos, me quedara ahí, y no me acercara. Le volví a repetir que ya estaba mejor. Intenté acercarme a él pero la gente detrás continuaba alejándose, sin perderme de vista. Nadie daba ninguna explicación. Solo la chica, imponente, se acercó con una extraña máquina. Dijo que si pasaba esa prueba, podía volver, de lo contrario, tendría problemas.

Al ver la máquina, pensé que eso podía hacerme daño. Entonces me alejé de ella y comenzó a perseguirme. Al ver que se venía encima, me di la vuelta, traté de correr, pero el amigo, que venía junto a la chica, me alcanzó y me forzó para que ella pudiera usar aquella máquina conmigo. Al pasarla por mi frente, esta comenzó a quemar de tal forma que parecía de esos fierros calientes para marcar animales. La retiraron lentamente, y dijeron que no había pasado la prueba, que me tendrían ahí hasta que llegaran los del gobierno, aquellos que el amigo llamó. Les pregunté, desesperado, qué era lo que pasaba, por qué requerían al gobierno, si yo ya me había recuperado, y no representaba ningún peligro para nadie. -Eso lo dicen todos-, dijo ella. -Ahora, más vale que obedezcas, viejo-, agregó el amigo, con un tono intrigante.

Exigía respuestas. Urgido por la situación, intenté zafarme para escapar, pero el amigo logró sostenerme con más fuerza. Le hizo otra seña a la chica para que se acercara. Ella sacó otro raro artefacto. Era una jeringa. - No hay nada que temer-, dijo ella. - Solo un pinchazo y todo estará bien-, repitió el amigo. Entonces, la chica se me acercó lo suficiente para poder pincharme con aquella jeringa. Intentaba preguntarles qué era eso. Por qué me pinchaban. Qué estaba pasando. Ninguna respuesta. A medida que buscaba liberarme, mi cuerpo se iba debilitando, al punto de quedar a merced de mis captores. Antes de perder mi última fuerza, y caer rendido, la chica de la jeringa me pinchó y, buscando dar respuesta a mis inquietudes, me dijo, con voz baja al oído: - tienes corona-. Nunca supe a qué se refería. ¿Un cáncer? ¿Algo degenerativo? ¿Un virus? Estas preguntas quedaron en el olvido, conforme mi consciencia se iba apagando, y se alcanzaban a escuchar las sirenas de una ambulancia y, a lo lejos, las balizas de la policía.
“Ni el propio virus sabe si es el final”. Rafael Bengoa. De pronto, merced a la escatología del momento, el virus mutó tanto que adquirió propiedades gnoseológicas.