sábado, 6 de febrero de 2016

Catedrático de la lengua

Ese falso dilema ético lingüístico sobre no decir malas palabras por ser profesor de lengua. En más de una ocasión han hueveado porque supuestamente un profesor de lengua debería dar el ejemplo y hablar y expresarse correctamente. ¿No será precisamente al revés: por ser profesor de lengua es que se tiene todavía más facultad para decir lo que sea de la forma que sea en el momento que crea conveniente decirlo? Precisamente por eso, el profesor se faculta a si mismo para decir cualquier clase de improperios, groserías, palabras soeces, porque se supone que sabe lo que dice, porque se supone que sigue siendo un usuario de la lengua y por ende tiene de igual forma el derecho a decir lo que se le venga en gana. El garabato es una cuestión visceral, espontánea, si se tiene la necesidad de decir una chuchada en un momento dado nadie debería extrañarse ni empezar una acusación weona, la policía gramatical es una cosa aprendida, es puro conocimiento teórico pero en la práctica se habla a destajo. La diferencia está en el contexto. En el conocimiento del contexto y el instante en que esa chuchada tiene significado o no. No en su censura a priori. Así que, con todas las de la ley, se puede ser perfectamente catedrático, y caer de igual forma en la necesidad y la voluntad de sacar la madre o agarrar a chuchadas cuando la situación amerita. Por eso, y por más, que viva la lengua conchesumadre.
En sueños alcanzo a recordar una cuestión del jueves por la madrugada. Resulta que se trataba de un destello onírico, el destello de una chica que aparecía y no lograba verla bien, ni menos distinguir quien era, la sentía como una mezcla de varias conocidas, por eso era una sensación media de espanto y de alegría. Me decía algo. Lo único que alcancé a deletrear era que me repetía: "El orgullo. Trágate el orgullo". Luego en mi cabeza aprendía una especie de fábula: que debía obedecerla para no quedar solo. Me lo repetía a mi mismo para que siguiera el sueño. No tanto para hacerla realidad. Despierto algo agitado, demasiado involucrado, demasiado crucificado a aquella imagen. Belleza, confusión y autoayuda en una sola mujer. Cuando recuerdo una de sus apariencias más vivas era la de Audrey Hepburn. Las otras que en mi cabeza circulaban quedaban opacadas. Con esa imagen la confusión del sueño se mitigaba. Adquiría una extraña pureza. Una pureza cinematográfica. Algo como inviolable, inmaculado. Será la falta de sueño. O la falta de afecto. El hecho es que soñé que Audrey Hepburn, confundida entre las mujeres de mi vida, ausentes, me decía trágate el orgullo, y me despertaba sobresaltado pero dulcemente satisfecho. Recuerdo ese episodio y luego leo que una de sus frases decía que no había imposibles. Que la palabra "im-posible" tenía contenida en si misma su posiblidad, si se le leía en inglés. Lástima no haberle contestado, y no haber tenido una cámara, dentro del sueño. Despertar, en ese momento, era lo más parecido a despedirse.