martes, 28 de agosto de 2018

"Cada día vienen menos. Pronto no quedará nadie", decía la única alumna que alcanzó a llegar a la hora a la clase del preu. Era evidente que la asistencia del año iba bajando progresivamente conforme se acercaba la fecha de la prueba. El vacío de la clase era tal que la lectura dejaba resonar el eco, el eco de las interrogantes a modo de premonición. Leíamos, en la guía de mundos literarios, un texto de Alvaro Mutis, "El sueño de fraile". En este el personaje soñaba que iba cruzando corredores, sintiendo que cada uno era más real que el otro, y así hasta el infinito. Al llegar a la parte final el personaje despertaba y se daba cuenta que esa era una forma nueva de rezar el rosario. Sumido en una suerte de trance hipnótico, sumándole soledad y claustrofobia a la introspección. La lectura del sueño del texto, de alguna manera también se convertía en una forma nueva de estudio, una vertiginosa, un tanto paradójica. Seguíamos a la ronda de alternativas, cuando la clase empezó a poblarse poco a poco, no más de tres alumnos, excusándose con la clásica de la enfermedad. La alumna del principio seguía resolviendo la pregunta sobre el texto del sueño. El eco comenzó a desaparecer paulatinamente. La sala ya no era el símil del corredor. Volvía a su color habitual. Más tarde, en sala de profes, una colega comentaba que para intensivo le habían asignado una sola alumna para cierto curso. "Bah, qué raro, para eso haces clases particulares", le comentaba otro. La colega afirmaba que mejor, porque así la clase era más personalizada. Ya había pasado la hora para entrar a clases. Aún no había rastros de la única alumna. El coordinador de la sede recomendaba que fuera a la sala a esperarla allí. La colega tomó sus cosas y partió tranquilamente. A medida que caminaba por ese corredor hacia la sala, entreveía seguramente que la clase tendría que ir haciéndose más real conforme pasaba el tiempo. Solo era cosa de esperar a que la única alumna llegase. El sueño del texto volvía a conspirar en esa situación. "Cada día vienen menos. Pronto no quedará nadie". La colega a lo lejos revisaba el celular y se servía el café dejado hace rato, haciendo suyo el tedio de la espera, espantando el sueño de la clase aún latente.
“Soñé que era del MIR y me joteaba a Cecilia Pérez para poner una bomba en su casa”, ese fue el twitt de Nicolás González, estudiante de derecho, que le valió la intervención del procedimiento policial. “Desperté con pena porque fue un sueño” habría agregado minutos después, en respuesta al comentario de una amiga. La propia Pérez había denunciado el twitt. El general del OS9 habría puesto la alarma mediante un análisis preventivo de redes sociales. Luego de testificar ante la justicia, González declaró que todo se trataba nada más que de un comentario sin intención alguna. Una auténtica joda. Un simple exabrupto sin repercusión en la realidad. Se dio además el lujo de señalar que la reacción de Pérez fue solo una jugada mediática. Una especie de pataleta que ejemplifica a la perfección la banalidad y arbitrariedad del recurso judicial. Lo interesante de la cuestión es el verdadero dilema legal re contra burocrático y psicológico que provoca: ¿Se puede acaso castigar la pura intención declarada pero no consumada contra alguien? ¿aunque carezca por completo de seriedad o verosimilitud? ¿Se puede castigar una supuesta intención velada tras el dicho de un enunciado, a todas luces, irrisorio, ridículo? En Minority Report, nuevamente, tocaban el tema de la predicción de supuestos delitos a raíz de ciertas intuiciones o indicios de posibles acciones que desencadenarían, hipotéticamente, en un hecho de sangre o un hecho de pólvora. En este caso resultaría francamente infructuoso o, a lo menos, improductivo suponer un escenario futuro en el que la amenaza del twitt pasase del dicho al hecho, y si así fuese, sería a todas luces, un acto contraproducente, por cuanto el autor se estaría dejando en evidencia a sí mismo y en frente de toda su red mediática, cayendo en una vorágine sin retorno. El escenario futuro, vale decir, la posibilidad de una realidad en que la amenaza pasara a la acción y derivara en un hecho consumado, solo se puede plantear desde la interpretación parcial de una intención velada, acaso sin otro propósito que su propio decir o su propio deseo carente de dirección alguna. Doy fe de que la configuración misma de aquella bromita twittera no hacía otra cosa que describir una amenaza textual con un tenor intangible y, todavía más, con el carácter de sueño. No hay, dicho esto, cláusula legal que pueda testificar contra una supuesta amenaza representada en formato onírico. No hay evidencia suficiente que pruebe que ese sueño declarado en menos de 140 caracteres fructifique eventualmente en una concreción material de su significado. No cabe otra cuestión que la paranoia en la reacción natural del destinatario de la amenaza. Pero, a su vez, no cabe otra cuestión que un abismo de incerteza en la intencionalidad del remitente. La siempre polémica libertad de expresión abre ambos flancos por igual, arrojándose entre sí bombas discursivas que trabajan sobre la potencia de un hecho únicamente posible en la especulación. Sobre esto mismo, ustedes pueden soñar que matan a fulano o mengano y no tienen por qué sentirse, por ello, amenazados de vuelta. El crimental no puede invalidar un simple sueño sarcástico. ¿Quién no ha soñado alguna vez con que mata a alguien? Incluso ¿quién no ha declarado alguna vez que desea ver muerto a tal o cual cabecilla o pez gordo de tal o cual forma? Se puede soñar con toda libertad, con total impunidad, se puede pensar en hacer algo, con total impunidad, pero ojo con publicarlo y, de hecho, con pensar en llevarlo a la acción, porque el efecto reatroactivo del asunto en el medio circundante se vendrá brígido y se te escapará, en algún punto, inevitablemente de las manos. Basta con acordarse de Black Mirror en Hated in the nation. El juego de las consecuencias al fomentar el odio virtual en masa era del todo catastrófico para todas las partes implicadas en el proceso. Se puede acaso ser impune (¿libre de pensar o soñar lo que sea por peligroso que resulte?) con la condición de ser completamente intangible. No puede haber, por ende, ley real que incida en el marco de lo puramente posible, sin que esta caiga de inmediato presa de su propio absurdo.