viernes, 14 de junio de 2024

Reflexión de hace más de diez años, que vuelve a tener sentido:

Quizá la única forma en que el hombre se olvida a sí mismo: cuando mira al cielo y ve cómo todo cae, cómo la lluvia arrasa con sus problemas y pensamientos más estancos. Frente a la inclemencia del tiempo, su existencia parece una pura anécdota. Todos sus asuntos se asemejan a gotas dentro de un océano, siendo el origen y el fin, por ejemplo, en los antiguos que celebraban el crecimiento del jardín, en los militares que, contra todo pronóstico, marchaban en honor de la patria, y en los románticos que lamentaban la pérdida de un amor irrenunciable.
Sé que he comenzado a vivir porque he visto caer la lluvia sobre mi cabeza. Sé que he comenzado a morir porque la he visto inundando la ciudad. También la voluntad invita a pasar por el oasis de la ficción para beber un poco de agua, sigue por el desierto de su realidad y, a medida que tiene sed, va encontrando más preguntas en el camino. Por eso, no hay causa visible para ninguna acción, solo brota como el pasto, cuando la sentimos venir. El agua cae, sigue un proceso, pero es arrojada, sin sobresaltos. Se trata acaso de una indeterminación sin límites, que crece sin por qué, y que inquieta en su incógnita.
Del otro lado del mundo, tampoco deja de llover. Quizá esa lluvia sea otra sin razón. Se arrojó simplemente en el momento en que buscaba ser explicada. Entonces, ese arrojo no ofrece garantía. La lluvia dejará de caer, pero algo en nosotros seguirá lloviendo. Que no deje de llover, y así me preparo para salir a la calle, como quien busca una moneda perdida en el fondo de una poza.