lunes, 29 de agosto de 2016

En la mañana para tomar la micro a clases, una chica delgada, rubia lisa, con un abrigo blanco, seguramente estudiante, comenzó a alegar contra el micrero que no le pasaba el boleto que le correspondía a pesar de pagar con tarifa rebajada. La micro en cuestión iba llena. Solo me percaté de cierta parte de la discusión. El micrero no emitía ninguna razón demasiado elaborada a excepción de un par de exabruptos. Se dejaba intuir fácilmente su incomodidad. Los pasajeros, por su parte, impertérritos, no atendían el pequeño incidente. Se les veía absortos en sus respectivos asuntos. La chica le reprochaba al micrero que estos suelen ser demasiado arbitrarios, dándoles más preferencia a amigos y conocidos. En cambio, parecen “patear la perra” (sic) cuando se trata de pasajeros con beneficios, como si ellos tuviesen la culpa de un servicio y costo que el propio Estado subsidia. Más allá de estas razones a simple vista habituales, la reacción de la chica fue completamente serena, inclusive algo flemática, casi como si estuviese monologando con el micrero en disparidad de temperamento. La chica defendía algo lógico: la exigencia del boleto como seguro de vida. (Yo casi nunca le presto la debida atención al boleto. Incluso hay veces en que pasa un sujeto a pedirlo puesto por puesto, y me veo en la penosa necesidad de buscarlo y revisarlo, rozando la desesperación por tener que volver a pagar la tarifa completa). La situación esa vez, sin embargo, fue única, porque el contraste entre los implicados era demasiado evidente. El micrero, que se supone lleva el control, lucía fuera de sí, cerrado en si mismo, inclusive de mal aspecto y de mala gana. La chica, en cambio, delicada, tranquila, completamente sujeta (como el resto de nosotros) al arbitrio del chofer y al destino de la máquina, lucía más íntegra, aunque sin ocultar la molestia por el impasse. Cuando hubo terminada la discusión, y se manifestaba una tregua silenciosa dentro de la micro, le cedí un asiento vacío a la chica como premiándola por su reacción, pero también, inevitablemente, como una forma de demostrar galantería disfrazada de amabilidad. El típico gesto de civismo al interior de la micro que en realidad esconde una que otra intención. Ella sin más dijo que no, y dio las gracias. Entonces sonrío y me doy la vuelta. Bajando de la micro, posteriormente, ella continúa su recorrido. Se aleja sin rumbo conocido. Reviso el bolsillo de la chaqueta para ver si guardaba todavía el boleto. Y ahí estaba, todo arrugado, por el vaivén del viaje. Un miserable trozo de papel por el cual, sin embargo, uno parece jugarse la vida entera. Y por el cual la belleza, a veces, parece desafiar la falta de orden.