viernes, 25 de abril de 2014

"De Profundis". Germán Ramos y su temporada a la sombra

Salió a la luz pública la noticia sobre un universitario que asaltó un banco junto con su primo para pagar sus deudas. Más que el hecho mismo, me impactó el testimonio de los implicados. Una vez detenidos, parecían hablar con una tranquilidad de monje, rozando la indiferencia del Extranjero de Camus, como una versión local de ese espíritu. El acusado señalaba: "Esta es mi primera noche en la cárcel y no sé por qué me siento tan relajado". ¿Será el shock de lo inexplicable, o simplemente la serena certeza de la vacuidad de las emociones y motivaciones? 

Las declaraciones de sus cercanos, con aire de extrañeza y absurdo, apuntaban a lo inverosímil que resultaba que una persona como él, esforzado, amable, pacífico, cayera en semejante acto. Demuestra que la justicia chilena y, por extensión, la justicia en general, se vuelve una máquina imparcial que juzga los actos visibles, desconociendo que son síntomas de un malestar social mayor, como una aguja abstracta que toma por enfermedad los síntomas que la mayor de las veces son obra de almas atrapadas en el vértigo de la modernidad.

Más allá de la investigación policial, quisiera conocer el nexo secreto que une a estos muchachos con figuras como Cervantes y Wilde. No es tanto el hecho anodino que los llevó a la cárcel, es el lugar que cobra la ficción en el espacio vital que ellos inauguran. A la fuerza, es la experiencia que bajo esa claustrofobia espiritual pugna por materializarse en forma de relato.. Ahora bien ¿importará, al fin y al cabo, ese relato, si lo que esos muchachos viven, desconociendo esa lectura (y con justo derecho), es nada más que el drama del individuo reducido a número, a banalidad, frente a leyes abstractas, intraducibles para la mayoría? 

El joven inculpado llevaba un diario de notas donde apuntaba todo. Es radical ese juego del escribir puertas adentro, a la fuerza, ajeno a sí mismo y a la mirada moral de los otros, y se pone en juego, quizá desde una mirada romántica, la balanza del espíritu, como es el caso de Cervantes, que escribió el Qujiote en sus días de prisión, y gracias a esa privación consiguió el espacio ajeno que paradójicamente lo llevó a liberar su imaginación en una obra total. Desde esa tinta escondida pudo escribir un libro que reuniera toda una cosmovisión en una obra-bisagra.

Por otro lado, el caso de Wilde, quien escribió De Profundis, se trata de un impulso más bien apelativo, una relación epistolar con aquel que lo esperara a la salida, el sentimiento amoroso que se va enlazando a través de la distancia y la separación. En el caso del joven escritor inculpado, en cambio, es solo el alma que busca un poco de respiro en su transcripción diaria, anónima, tranquila, bautizada por el absurdo colectivo. Es la voz que se cuela en un rincón y dice que el mundo es simplemente lo que amó y lo que vio por la ventana del calabozo, aunque le pesen las deudas de una educación subsidiaria y la culpa de un orden más ficticio que su miedo.

Ahora bien ¿será Hijo de Ladrón de Manuel Rojas la obra que pueda pesar ahí en ese diario como una remota angustia de la influencia? ¿Qué clase de relato puede salir de ese viaje al infierno penitenciario? En cierta manera, sin saberlo, en el texto de su privacidad en cadenas, puede encarnarse el mismo espíritu de Aniceto Hebia, no tanto por el resultado literario de lo que salga de ahí impreso, sino que por el impulso, por el estilo que puede llegar a imponer, por el corazón que coloque en la traducción de los días, la marcha del fracaso que afronta como reencarnado en un estoico , que se limita a responder con frases de antología, y aclarar que todo marcha bien desde el calabozo, desde Chile y en siglo XXI, el cinismo volteriano a pesar del acabóse.

Aun cuando le dijeran que su conflicto no pasa de ser el del niño que robó un dulce, ya se volvió un animal de la ficción, que no llega a buen puerto pero que simplemente imprime su frustración. Quizá por esta pura frase ya merece -como gesto- que el Estado le condone las deudas de por vida. Claro está, si el Estado fuese la fiesta de los olvidados: "-¿Saben algo? Aquí en la cárcel me devolvieron mi identidad. No soy un prófugo. Soy Germán Ramos. Y nunca antes me había sentido tan libre".

martes, 22 de abril de 2014

Metro a Limache

Metro desde Limache, salida de clases, oscuridad a medida que el colegio cerraba, y las puertas de la máquina se abrían.... el movimiento de la máquina y la voz femenina anunciando las estaciones... afuera el paisaje se mostraba negro y natural, hasta que unas viejas entraron... se sentaban al fondo, reían como si fueran a morir ahí... a medida que la máquina avanzaba y había menos naturaleza, fueron callando... me acordé del ferrocarril como epítome de lo moderno, la risa de las viejas dentro del metro, cercanas a la muerte, participaban de esa modernidad, se sabían movidas pero sin impulso, veían reflejado el tiempo muerto en los otros que no atendían su risa pero que sonreían ensimismados en su viaje y en su conversación virtual ...

Después se sumaron dos músicos en el transcurso de tres estaciones, el primero cantando una canción folclórica como opacando poco a poco la risa de las viejas y despertando en ellas una admiración similar a la muerte ... en ese punto desaparecen, dejan de ser el coro absurdo para volverse "pasajeras"... el músico pidiendo dinero simplemente dejó la huella de una rutina generosa pero repetida (ya la había escuchado , al menos dos veces, en el metro de ida)... luego se sube una rubia a tocar guitarra, casi al instante en que se baja el primero (desconozco si hubo relación entre ellos, de tipo musical por supuesto), y extrañamente en el mismo sitio, saca su guitarra y afina con desenfado... desde el otoño original de las viejas hasta el invierno jovial de la joven que canta "has visto llover? de los creedence, adentro la máquina también cambiaba de estaciones, la dinámica entre las estaciones del mundo exterior que quieren solo la velocidad y las del mundo que se iba formando dentro, solo en ese recorrido la máquina, inconciente del absurdo, de la música y del sudor, podía continuar hasta el fin, indiferente... yo por supuesto no era un pasajero, no aceptaba simplemente que se bajaran, quería retener neciamente las imagenes que salían despedidas en cada cambio de andén, en ese despropósito no había tiempo...

La rubia se bajó en la estación viña, le pasé doscientos pesos, belleza fugaz como un par de monedas viejas... el único imperturbable era un sujeto calvo leyendo todo el rato (a un costado de donde estaba la chica de la música)... intentaba captar en donde bajaba solo para ver alguna interrupción en él, pero parecía que estaba en otro viaje, en ese punto la máquina era solo una idea salvaje, así como la humanidad, así como la naturaleza, veloces pero irracionales... el libro era de un autor auto ayuda del que no recuerdo el nombre... se le veía tan absorto que parecía un militante o derechamente un fanático de la ficción... estaba de hecho en su propio metro ficcional, entonces miré a la mochila casi de forma refleja por si había algún libro (para leer), nada más que borrones y hojas en blanco... él a su manera viajaba en esas páginas, como el propio chofer desconocido, drogado en su ilusión de movimiento... en realidad solo quedaba el fierro andando, la voz mecánica (y femenina), y las estaciones donde la gente chocaba sintiéndose pasajera... la máquina nunca viajó, el viaje fue la oscuridad que desaparecía, las risas mortales, la limosna folclórica, la belleza triste de la joven que predecía el invierno... la ironía en este sentido es que, a medida que la máquina va hacia su futuro, su vaivén infinito, prescinde de lenguaje alguno, como los futuristas y como los empresarios, se regocija en el ruido como orgía de lo moderno, todos los otros (los pasajeros del recorrido limache-valparaíso), no eramos más que actores de una novela que se despedazaba a si misma a medida que la máquina avanzaba y despachaba a sus clientes...y sin esperanza de volverse a ver, solo la imagen del fin que se repetía en todos (y por supuesto con la tarjeta del metro bien cargadita, llenando el corazón, anunciando un nuevo fin).

Chico Molina el animal de la imaginación

"Releyendo" a Eduardo Chico Molina, nuestro bartleby, descubrí una alusión a Alfonso Calderón, quien sería su cronista... una seguidilla de frases para el bronce: "Todo cuanto escribo es borrado, sin piedad, diariamente. Los otros creen que soy un perezoso: ignoran la grandeza del borrón, la belleza de la página escrita devorada por el fuego." "Me cuesta publicar, pues carezco de ese fervor decimonónico por dejar noticias de mí mismo". "Mañana seré un cabecilla indiscutido, aunque no estaré para verlo"... concibo un nuevo derrotero en esta postura aún sumergida bajo la parafernalia cultural de las letras... tampoco se trata de que aflore una camada de escritores sin obra (así como parra con los "antipoetas"), sino que de redescubrir ese impulso del no hacerlo, frente a la vieja dialéctica entre solemnes y seculares... Molina comprendió la pulsión de los que viven más allá del oficio y más acá de la vida, dejándose escribir por su propio mito sin palabras... más que escritor, fue un animal de la imaginación.

jueves, 17 de abril de 2014

En el regreso a la casa donde vivía hace más de un año, me encontré literalmente con la zona cero. La zona antes solitaria por la residencia, estaba irónicamente poblada de voluntarios, bomberos, milicos, emisarios del desastre. En la esquina donde era antes una tienda, dos tipos extranjeros discutían sobre las consecuencias del hecho. Me sumé y les dije: "allí donde no hay nada era mi casa". Asintieron y entonces comenzaron un debate, a propósito del fin de las cosas, sobre la pareja de ancianos del Cerro La Cruz que decidieron quedarse en el incendio y no ser salvados. La tragedia porteña sacó a colación el tema filosófico del suicidio, y con él, directamente, el del amor. ¿será el fuego la invitación a una libertad que pone a prueba la propia vida? ¿O acaso, en la mediática solidaridad de espantar las llamas, estamos obviando ciertas voluntades que se resisten a ser parte de un sentimiento humanitario, bienintencionado pero muchas veces impersonal? 

El primer extranjero me hacía recordar a Camus, diciendo que el suicidio bajo el incendio puede ser una decisión legítima, para personas que ya se acercan al eclipse de la vida y deciden morir juntos luego de una existencia establecida en común. Allí el amor sería el sacrificio que bendice el desastre como rito final, por eso se resistiría a recibir una ayuda ajena a su contrato de fuego. El segundo extranjero sostenía, en cambio, que era preferible que se pudiesen salvar, ya que la vida siempre ofrece "oportunidades", en el sentido de que el dolor es parte de un devenir natural que no se debería interrumpir (su planteamiento estaba en el límite entre lo cristiano y lo estoico), independiente de lo que aquella pareja de ancianos haya establecido como código de honor o dignidad, comprometidos bajo el fuego, unidos por el sentimiento hasta las cenizas, frente a un mundo que los verá morir de todas formas, tarde o temprano. Su tesis simpatizaba más con el espectáculo de la solidaridad: hacer de la empatía por el otro un acto de heroísmo o de panacea moral. Dudo si fuera cristiano, pero profesaba una especie de respeto por la "santidad de la vida" y condena de la libertad a mansalva. 

Escuchaba el diálogo entre los dos como si fuesen demonios de la conciencia. Adhería cada vez más al primero, pero algo, algún argumento o escena hacía que ninguno se pusiera de acuerdo, ni para hacer una apología del poder de decisión contenido en el suicidio (los individuos del amor) ni para promover el asistencialismo social a toda costa (el sentimiento de la masa). Miraba a la zona cero y a los voluntarios para encontrar alguna respuesta o, al menos, una salida de emergencia al dilema. Todo parecía apuntar de forma redundante a la política del segundo extranjero: salvar la vida como algo sagrado en sí mismo, como si de esa manera fuésemos sus criaturas, obviando la autonomía del individuo para decidir qué hacer con su existencia. Cada pala, cada manguera, cada mano hurgando entre las ruinas era el señuelo de esa verdad. 

El diálogo entre ambos extranjeros finalmente no condujo a ninguna conclusión, salvo el hecho de que ellos han estado ahí solo para dilucidar escenarios que gravitan más allá de sus influencias. Por eso sus escenarios no son sino ilusiones envueltas en el manto de la palabra, aunque abiertas a la discusión filosófica de quienes intentan reconstruir el mundo levantando razones como casas sobre sus ruinas. Digo para mí con cierto pavor, pero también con desenfado, ante el escenario apocalíptico, que así fue cómo nació la filosofía: A partir del diálogo sordo de dos extranjeros que intentaban en base a palabras el levantamiento de dos mundos en medio del caos. El mundo del amor que se alimenta de sacrificios, haciendo del suicidio una fuerza humana inmanente, y el mundo de la moral que cree ver en la vida la instancia para su incansable proselitismo. Ambos mundos esos dos extranjeros levantaron sobre lo que antiguamente era mi casa, y yo mismo acabé siendo un tercer extranjero al imaginar sobre sus escombros el génesis incendiario de la filosofía.

Fotograma de "Sacrificio" de Andrei Tarkovski

jueves, 3 de abril de 2014

Sismos

Todos saben en el fondo que se trata de un país sísmico, incluso que la naturaleza seguirá agitándose indiferente, pero este saber se usa como excusa para dar explicación científica a nuestros miedos, no importa cuando las papas queman, se teme más que nada que se sacuda el mundo de todos los días, que se rompa la calma de la sensación de normalidad. Me remito de nuevo de manera redundante a los griegos para hablar de desastres y de oráculos. El concepto de libertad no era sino el estilo con que los hombres, trágicos, movían las cuerdas de su destino. No se huía del desastre, se comprendía como una señal o significado (no en el tono apocalíptico) de que algo debe cambiar en ellos, que una réplica debe poder mover el espíritu y arrojarlo fuera de su nicho de origen, para enfrentar lo extraordinario como un camino alternativo a la cotidianeidad. 

El campo de las emociones humanas desde la revolución moderna hasta las guerras permite esa suerte de desastre como implicación ética, el ver reflejada la miseria propia en la del otro, que yo también puedo temblar y sentir la réplica en el otro, que así como yo tiemblo, el otro existe. Por lo tanto, se procura el culto a la voluntad, ya no cree en designios ni en pruebas divinas, sino que simplemente sigue el pánico al calor de la moda colectiva. La naturaleza muda, no toma lugar en ese juego, son los síntomas del desastre y su combustible mediático, los que hacen andar esa gran rueda de abismos y de salvaciones. 

Se ha pasado del oráculo al prevencionista de riesgos, éste, hijo de su tiempo, solo procura las condiciones necesarias para que el edificio humano resista, no evita que algún día se venga abajo, solo quiere mantenerlo el mayor tiempo posible, en el fondo procrastina el desastre, es burocrático. No puede decir nada sobre el desastre, de origen místico y natural, sobre su origen o sobre su sentido, solo puede calcular el riesgo, racional, técnico, frío, pero por lo mismo, libre, moderno. Se vive bajo la dictadura del cálculo, el propio caos quiere ser calculado y no enfrentado. No había forma de evitar el 2010 o el terremoto de Valdivia, nos aferramos al desastre con ojos de abismo, nos dirige la mirada, no tanto por un qué hacer, qué traje social o sentimental vestir para la ocasión desastrosa, sino que por un cómo reinterpretar la vida a través de ese temblor interior. ¿existirían los prevencionistas de riesgos en la época de los héroes y de los designios? su manía de evitar lo inevitable desentonaría con la tragedia, no habría edipos exiliados, no habría guerra, no habría honor, habría la normalidad sacralizada como botín de una guerra que nunca se ganó, la paz mecánica que agradecemos a nuestros genios calculadores. Es de hecho una premisa samurai anterior a cualquier práctica existencialista: la muerte no es lo que importa, sino que la existencia esté a la altura de las circunstancias. El moderno, libre pero sin el arrojo ciego y divino del trágico, no entiende esos códigos, no teme tanto el anonimato, como lisa y llanamente perder la vida y más que la vida, su más celosa posesión. Con esa mentalidad libre de profetas, de gritos sordos a dioses ya inexistentes, solo puede soportar su inclinación al fin sacándole el jugo a la existencia, usando el arte y la belleza como píldoras, como aquellos músicos que durante el hundimiento del titanic igual seguían tocando para subirle el ánimo y la dignidad a la gente, son músicos que leyeron a schopenhauer, su resignación, o haciendo de la moral la colchoneta en que todos quieren lanzarse, y claro está, que esa es la política de los entes de turno: observar, mandar y actuar en la medida de lo posible, en lo que dure su caída, su melodrama y su beneficio. Todo lo quieren evitar, deben al riesgo su cabeza, pero en el fondo solo desean usufructuar de la entropía, el shoa y la democracia se alimentan de ella. Somos hijos de la entropía, el riesgo es solo la paranoia del futuro.