jueves, 15 de enero de 2015

Llega cierto momento difuso, algo sombrío durante la juventud, en que las ideas de familia, de religión y de trascendencia dejan de ser inamovibles... se comprende que todo lo que debíamos aprender durante la escuela fue la mayor de las veces un "error involuntario", un simple movimiento de la osmosis, un incipiente acto poético de diferencia y de inclusión, demasiado temprano, movido por las hormonas del momento y por los ideales de temporada.... pero ¿donde diablos queda el concepto de comunidad allí? Todo eso lo comprendimos en la universidad más como un constructo político, como un interés para pertenecer a cierto grupo de personas afines ideológicamente, pero en la escuela era simplemente el roce de carácter entre amigos, extraños y autoridades. Nuestra susceptibilidad se proyecta, seguimos sensibles ante el cambio de expectativas, respecto de aquellos que creímos nuestros cuando en el fondo simplemente pertenecían a aquello que en mente nombramos como sociedad y que no alcanzamos a dimensionar lo suficiente en el corazón. Solo a unos pocos consideramos como nuestros amigos, como a alguna especie de pléyade... por lo mismo, el concepto posmoderno de las redes sociales, de cantidad sobre calidad, a la larga no tiene sentido si no se cultiva ese espíritu de comunión secreta (por eso nos reunimos en torno a aquellos que conspiran en el ámbito musical, literario, bohemio o simplemente vital, algo así como beatniks seculares: armamos nuestras propias sectas abiertas de locura y de sensibilidad)
Descreer de los rituales pasados no te hace más grande, y no significa que hayan dejado de existir, solo están ahí, conspirando en el momento en que tu realidad vuelva a perder su centro para sentir de nuevo ese desarraigo y esa necesidad precipitada de reconciliación. Como decía César Vallejo: "¡Alejarse! ¡Quedarse! ¡Volver! ¡Partir! Toda la mecánica social cabe en estas palabras"