domingo, 26 de noviembre de 2017

Íbamos de compras al Líder el otro día con una amiga. Ella dio con un puestito al costado de las cajas. Grande fue nuestra sorpresa cuando allí en ese puestito había bolsas ecológicas con motivos de Van Gogh, Gustav Klimt, Kandinsky, incluso hasta una de Dadá. La amiga sugería comprar algunas dada la excentricidad. Por supuesto que mi elección fue la bolsa de Dadá, ya que el hecho de que se vendiese una bolsa así en un supermercado ya resultaba lo suficientemente paradójico Y, más encima, a precio de huevo. Recordé el ready made dadaísta. Ahora el ready made sería a la inversa. Desde el mundo del arte del cual Dadá era anatema, hacia la cultura masiva del mercado. Lo mismo que el arte pop de Warhol. ¿Por qué no había una bolsa con la sopa Campbell? Tal vez porque ya estaba fuera de serie o simplemente porque ya había sido rematada. La bolsa de Dadá podría servir perfectamente, de ahora en adelante, para comprar la mercadería del mes, o para desechar la basura de la casa. Dadá había muerto, pero el mercado, omnipresente, increíblemente había tomado su cadáver sarcástico y lo había revivido. Tal vez nunca estuvo muerto. Simplemente se transformó. Mutando en la forma del sistema. En aquella bolsa ecológica reza con letras rojas la consigna: breaking the rules.
Como que el sueño de la otra noche aún me da vueltas. Estábamos con el colega de inglés y el de historia caminando a través de un sitio parecido a un páramo lejano, una estepa extensa que evocaba pura humedad y un ambiente invernal. Tenía algo de aquel lugar inundado de niebla, escombros y vegetación al cual los protagonistas de Stalker arriban para precipitarse hacia la temida y ansiada Zona. En el camino a través de aquel páramo no sucedía nada significativo, solo una larga andada silente, con los colegas andando a paso lento pero firme, acaso sin saber realmente el camino, rumbo fijo hacia donde llevasen las palpitaciones de nuestros cuerpos.

El sentimiento era un poco angustioso, pero guardaba relación con la larga caminata a pie desde la sede de la Universidad Federico Santa María, bajando por Av España hasta llegar a Av Marina para luego derivar por San Martín. El propósito de la caminata era ir al lugar de la cena de camaradería en Viña, luego de haber acabado la rimbombante licenciatura de los cuartos medios. Se fue a pata en realidad por un motivo no del todo consensuado. Eran recién veinte para las siete y había que estar allá en San Martín tipo ocho. Seguíamos a las colegas y a la secretaria que iban al vehículo a dejar a unas alumnas. Pero el seguimiento no tenía otro efecto que el de unirse a la masa, puesto que la secretaria había dicho que en el vehículo no cabrían todos, así que decidió que solo fueran las colegas y las chicas. El cambio de planes fue abrupto y absurdo. Fue así que emprendimos rumbo hacia esa gran escalera, a paso lento, con tal de hacer el tiempo suficiente para llegar a destino a una hora decente, ni tan temprano ni demasiado tarde.

El transcurso del pique fue de lo más parsimonioso, en medio del sol del atardecer. Una que otra palabra se sucedía para imprimirle algo de risa a la caravana y aplacar el sudor y el agotamiento. A diferencia del sueño, el recorrido no fue inhóspito sino que demasiado caótico. Era la hora peak de los vehículos que salían de la pega y de la gente que se preparaba para volver un día Viernes. Entonces seguíamos a pata ese recorrido cansino contracorriente, entreviendo que esa forma de andar era la correcta para procrastinar el tiempo que jugaba en nuestra contra.

Ya cruzando el puente casino y llegando al lugar de la cena, nos dimos cuenta que no llegaba nadie aún. Llamadas perdidas por un lado. Buzones de voz por otro. Lo previsible era que nuestras comensales estuviesen allí, pero contra todo pronóstico no lo estaban. Se vuelve así sobre aquel sueño. En él no se dejaba ver el horizonte ni la brisa fresca del mar. Solo era un deambular sin sentido a través de un espacio abandonado. El tiempo de la espera, sin embargo, allí no existía. Ese sueño quizá no fue otra cosa que la proyección del vacío de la espera en Viña, al final de nuestro recorrido patético por precario. Al rato llegaban las comensales, una vez que la directora cambiaba el lugar de la cena. La meta había sido cambiada sin nuestro consentimiento, pero allí, donde fuese, nos estaba esperando nuestra recompensa afectiva y culinaria. La angustia y la opacidad del sueño quizá no era otra cosa que el hambre por el tiempo dilatado. El exceso de expectativa por un viaje que acabó, pese a los contratiempos, igualmente hacia donde estaba destinado, con el hambre y la necesidad de figuración necesaria que siempre impulsa al profesorado más allá de sus propios límites.