lunes, 6 de abril de 2015

El código enigma o el juego de la imitación


¿Por qué pensar nos diferencia de las máquinas? Es la pregunta que Alan Turing en El código enigma le hace a su confesor antes de ser acusado por “conductas ilícitas” y por la excentricidad de querer superar al humano combatiendo en tiempo real a la máquina de la guerra con la máquina matemática. He oído críticas que sostienen el exceso de sentimentalismo en la cinta y la falta de rigor histórico en los hechos biográficos y aun bélicos. Sin embargo, el guión plantea dilemas reveladores respecto a las implicancias del intelecto al servicio del poder, y de qué forma crear algo contra toda expectativa e incluso contra toda lógica en el inventario científico de la época (en que la tecnología parecía más un dispositivo al servicio de la deshumanización que una herramienta visionaria) conlleva devenir en algo tan extraordinario como incomprensible, la mística del genio paria, en la batahola del mundo occidental.

Alan Turing en su ferviente creación de la máquina para descifrar el Código Enigma alemán piensa descifrar en la matemática el lenguaje de un mundo en guerra sin cuartel. No es tanto la comprensión sobre las matemáticas como lenguaje que puede organizar o reinstalar el caos de los mortales a su arbitrio, es en qué medida las matemáticas pueden articular significados que no estaban reservados solo a la dimensión verbal del sentido ni al embrollo de las relaciones interpersonales, sino que muchas veces en un par de códigos leídos en tal o cual circunstancia, y de acuerdo a tal o cual modus operandi, está la clave para aquello que las palabras solo alcanzan a balbucear por su exceso de ruido o de absurdo. El ingente afecto que comienza a nacer en Turing hacia su compañera de análisis matemático Joan Clarke, es la viva demostración de ese orden que se manifiesta con otro lenguaje: ella, la lectora del crucigrama de su personalidad y de su obsesión. La participación de los números en la obra del genio no depende únicamente de su creatura mecánica y de las asociaciones abstractas entre dígitos que descifran textos como vaticinios, como conteos de un futuro pronto a inflamarse, sino que constituyen otro idioma, otra forma, quizá clandestina, quizá auténtica, de modular la hostil armonía de los hechos y sus impresiones. Tuning dice: “¿Y si la máquina solo pensara de una forma diferente, y no por esa diferencia le fuese negada de plano la capacidad como si esta fuese exclusivamente humana y soslayara el misterio sobre su origen y sentido?". Nada hay en la extravagancia del pensamiento que nos separe del resto de la humanidad y aun del mundo conocido. La máquina de Turing, Christopher, es la metáfora de una amistad o romance de juventud con su compañero de clases, el afecto precoz del hombre devenido mente y lógica, ahora reencarnado máquina que no solo piensa en términos del código enigmático de la guerra sino que de acuerdo a la clave del espíritu de quienes la operan, apostando en cada asociación e integración numérica un fragmento, un indicio de un tiempo y de un mundo peregrinos, por una visión de futuro para sus intelectos heroicos. 

Turing por fin entiende que la guerra así como el amor se puede vencer en una doble lectura, en una interpretación de los símbolos ya diseñados como tales, de forma tan hermética que pareciesen ilustrar un destino funesto o demasiado póstumo, en una mirada imprevista sobre los viejos códigos donde se asientan nuestras naturalizadas conexiones y pulsaciones. El sentido común hubiese dictado que una máquina no sería capaz de programarse por sí misma, puesto que como dijese Descartes, los entes mecánicos no poseen alma y por lo tanto no tienen voluntad. Pero con el paso del tiempo y las experimentaciones, la ciencia ha consistido precisamente en superar sus limitaciones y derribar una y otra vez sus tesis como si se tratase de mitos. La máquina de Turing tiene alcances universales, pretende ser la Alejandría en clave digital, cuestión que la película se encarga de enfatizar como idea fuerza, sin que la fidelidad a la historia le lleve a ser considerada una osadía producto de la pasión o simplemente de la falta a la razón. Turing descubre que su brillantez en el sistema matemático puede recuperar el tacto y la intuición perdidas gracias a la acción de un dígito o fórmula no desconocida sino que simplemente incomprendida, otrora por el miedo a su irracionalidad inicial o por el poder de su autenticidad. El humor (en las reuniones del bar) y la seducción (desplegada por su compañero de equipo y él mismo hacia Joan) son parte de aquel nudo gordiano, la amalgama con la cual Turing revela la clave para disolver el código enigma. El Eureka es siempre intuitivo, acecha como un deus ex machina a su conciencia, es el aire puro que azota el rostro de su lógica demasiado intoxicada por la guerra y sus conflictos personales. “Pues el lenguaje del amor acaba espontáneamente de ganarle la guerra a Alemania” Y es en esta declaración que Turing entusiasta consagra la nueva sangre en sus matemáticas con el método anti enigma. Pero una vez descifrado aquel código y un nuevo paso hacia el umbral de sus afecciones, Turing se halla en el dilema ético ante su equipo: ¿Mantener el secreto del éxito científico y el fin del código enigma, para salvaguardar el descubrimiento aun a riesgo de sacrificar vidas que en una operación matemática podrían ser salvadas? Turing le responde a uno de sus compañeros afectados por el dilema (puesto que moriría su hermano en el campo de batalla): “no hago nada que no fuese necesario hacer”. Sus compañeros de equipo le reprochan el considerarse casi un Dios por decidir quien vive o quien no. En efecto, tenía la facultad no solo intelectual sino que política: estaba al mando del equipo. Pero he aquí que la moralidad se incuba en Turing a raíz de esta encrucijada operativa. Turing solo puede responderle a su equipo que su decisión es estrictamente matemática: se reserva la moral y la motivación proselitista; después de todo él no era ningún político ni un héroe de guerra, era solamente un hombre refugiado en su sistema lógico, con los números como su trinchera del mundo exterior. 

Las implicancias humanas de sus operaciones son un factor que rebasa la visión de nuestro protagonista, aun cuando fuesen la chispa de la máquina que los catapultaría a él y a su equipo a una posteridad subterránea para la historia oficial. ¿Es que acaso en cada decisión siempre algo inevitablemente se sacrifica en pos de otra cosa elegida que quizá hubiese sido sacrificada a su vez en otra circunstancia? Cada decisión es única y correcta, somos en el fondo una réplica de la máquina de Turing, las elecciones no pueden haber sido de otra forma de la que fueron, la probabilidad solo potencia o disminuye la posibilidad, no la suprime. Es esta posibilidad el quid del asunto, el milagro de la estadística, la parte irracional que le da proyección al conjunto. No se trata simplemente de la linealidad de las acciones, de la condición mecánica que adoptan nuestros protagonistas y nuestros propios sentidos, es el hecho inaudito de que en cada decisión el mundo puede devenir o perecer, una puerta se cierra y otra en el sistema se abre –nada se muere todo se transforma-. Dejar morir en guerra a algunos inocentes con tal de guardar el secreto del fin del código enigma, esa es la matemática de Turing llevada al abismo de la encrucijada ética, el rostro del otro articulado de acuerdo a un código de ciencia. Pero para Turing el pensamiento o la decisión de su máquina Christopher (imagen del mesías matemático) no sirvió nunca a la causa de la guerra mundial ni la patria, sino que precisamente a la causa de la concepción de un nuevo orden matemático, humanizado por el ímpetu de los afectos y la lógica salvaje de su interpretación.

El enigma sobre el fin del código enigma fue su razón de ser. Un sistema de números marciales y justicieros fue su forma de “hablar” el mundo, porque como le diría Joan, la figura femenina que representa la conexión entre el rigor matemático y la sensibilidad: “ de quien nadie imaginaría nada es quien hace algo que nadie puede imaginar”. Con sus palabras consagra la excepción del genio absoluto ¿Y es que todos son entonces la imaginación de una Máquina insondable? ¿O soñamos a la máquina que conforma nuestra fascinación y desesperación? La brillante Joan aprende a descifrar la matemática oculta de su corazón, sortea el misterio de su guerra interna, de la cual la máquina era solo una encarnación material, un juego de la imitación humana ¿O la sociedad de los hombres un juego de la imitación de la Máquina? Esta pregunta es la proyección de las mentes y los espíritus en los futuros ordenadores. Las máquinas en que ahora se escribe y se lee esta digresión, esos organismos apócrifos, testigos y herederos de todo nuestro drama humano, que piensan y nos piensan, son en suma, verdaderos espejos eléctricos, porque en el fondo el único enigma sin fin seguimos siendo nosotros mismos.