viernes, 6 de octubre de 2017

Camaro o Rubicon

"Qué dice, profe ¿Camaro o Rubicon?". El mismo chico del otro día, el de las zapatillas blancas, esta vez me preguntaba respecto a la marca del auto que su padre supuestamente le regalaría para fin de año. Decía no poder decidirse por ninguno de los dos modelitos. Le dije, siguiéndole la corriente, que debía cotizar bien. El Camaro era un auto más deportivo. En cambio, el Rubicon era todoterreno. "¿Le gustan las carreras o prefiere las pistas peligrosas?". Al preguntarle eso intentaba ayudar al chico con su dilemático problema existencial. "Prefiero la ciudad", respondía, decidido finalmente por el Camaro, que ya consideraba suyo. En eso entraba el colega de inglés. Le pregunté lo mismo que el chico me preguntó al principio: "Ahora, profesor, elija ¿Camaro o Rubicon?". El colega, medio perdido con la interrogante, señaló que para quién era el auto. "¿Quiere comprarse uno acaso, profesor? ¿Quiere llegar más rápido a la pega o quiere mandarse a cambiar?". Su salida irónica le ayudó a sortear la duda en tiempo récord. Le respondía entonces de vuelta: "No, nada de eso. Yo con suerte ubico las leyes del tránsito. Es para el chico acá. Hay que ayudarlo con su dilema de vida o muerte". Después de replicarle, dijo que la elección dependería de lo que quiere conseguir el chico con el auto. "Y estimado ¿para qué quiere el auto? ¿para lucirse o para la aventura?". Justo en ese instante, entraba el director y, habiendo escuchado la conversación desde la oficina, le recomendó al chico que debía elegir siguiendo su propio criterio: "Usted debe elegir lo que le dicte su corazón. Luego, con la cabeza, pensar en los beneficios". No sabíamos si su comentario era una tomadura de pelo o si efectivamente era un consejo sincero. El chico tomó así un breve respiro y explicó que quería un auto realmente para andar por la ciudad con toda soltura: "Es como un sueño, profes. Conducir por el centro en un auto pulento". De ese modo, la elección estaba hecha para nuestro simpático alumno. El Camaro era sin duda la elección definitiva, la solución a su dilema. Ninguno de nosotros creía del todo, sin embargo, ni en la historia ni en el sueño del chico. Tal vez porque sonaba inverosímil que a un alumno nuestro le regalasen, con total facilidad, algo tan caro, cosa que a ninguno, al parecer, le habría podido ocurrir. Pero lo que importaba en ese momento era la versión del chico. Su entusiasmo por el automóvil. Su entusiasmo por una idea. El supuesto regalo de su padre lo llevaría a cumplir su deseo, que sería el de ganar una carrera todavía imaginaria, una ruta feliz a través de su propio concepto de velocidad.