sábado, 18 de agosto de 2018

Una pareja de jóvenes yanquis decidió dejar su pega de oficina y lanzarse a viajar por el mundo en bicicleta. Muy a lo Into the wild. "Hay magia allá afuera, en este mundo grandioso, enorme y bello", publicaba por twitter Jay Austin. En su instagram dejaban entrever que en cada uno de sus destinos la gente se había mostrado amable y bondadosa. No fue sino hasta el día 369 de su viaje que la cosa cambió. En medio de un grupo de turistas en Tayikistán fueron interceptados por un auto con yihadistas. Este dobló y los arrolló a todos. La chica había escrito, antes de partir: "El mal es un concepto imaginario". Resulta inútil pensar qué hubiera pasado con sus vidas si la pareja nunca hubiese iniciado ese viaje. ¿Seguiría siendo el mundo igual de grandioso, enorme y bello a través de esa oficina estrecha? La realidad se muestra implacable con los entusiastas.

Dr Mortis

El sueño ocurría en el lanzamiento de una película sobre el Dr Mortis. El lanzamiento se daba en algún lugar oculto de un Valparaíso alternativo. Había una gran terraza que miraba hacia el mar pero este apenas cobraba protagonismo en medio de la bruma de gente que se avecinaba, todos de negro, ademán un tanto impostado, alguno que otro rostro reconocible. Como siempre, mi papel en la situación era distante, voyerista, obsesivo. Se acercó Victoria H a entregar unos ejemplares de Juan Marino. Ediciones artesanales, perfectamente empastadas. Se abría paso entre el gentío con paso sutil, algo cansino pero elegante. Su rostro reflejaba una admiración un tanto paradójica, circunspecta. Un Alvaro B se disponía a introducir la película del Doctor, ante un público que se movía cual marea negra cerro arriba. Cuando los comensales santiaguinos -porque se distinguían claramente de entre los comensales porteños- comenzaban a organizarlo todo para la proyección del filme, la escena del sueño se trasladó automáticamente, sin previsión alguna, en dirección a una escalera de caracol, una oscura escalera de caracol, un Escher de pesadilla, opacando de pronto el tenor del lanzamiento. A lo lejos alcanzaban a divisar el evento imprevisto dos personas: Marcela P y José A C. Lo hacían procurando no llamar la atención del resto de los personajes allí presentes. Intuían tal vez lo que había pasado, pero preferían mantenerse sumergidos en la película que estaba a punto de proyectarse. De fondo, un radioteatro comenzaba a conspirar en las inmediaciones del Gervasoni, invadiendo todo el espectro sonoro. La pesadilla de Escher seguía creciendo, pero hacia abajo, en un descenso sin tregua. Conforme el radioteatro desplegaba la banda sonora del sueño, la escalera seguía su movimiento ondulante cual serpiente dantesca, hasta que llega a una especie de boliche. El radioteatro a esa profundidad sonaba apenas como un zumbido. No cabía allí otra referencia suficiente. Aunque, para mi sorpresa, en la entrada estaba nada menos que Claudio F: -¿Y vos dónde andabai metido? Fantasma-. Esas fueron sus palabras de bienvenida. Sacó de entre su chaqueta la edición desprolija de un libro desconocido. Por supuesto, no se trataba del mío. En la portada decía NN. -Ya, pajarón, entra, que la weaita va a comenzar-, alcanzó a decir. Me entregaba el libro. Lo hacía como si ese fuese el requisito de admisión. Adentro del boliche, apenas sobrevivían algunas nociones de lo que ocurría arriba. Aunque, de repente, sin notarlo, en el momento que revisaba las chauchas para comprar algo, una señal inconsciente me transportó hacia el fondo del salón, en una mesa donde estaban sentados H y A, bebiendo unos cortos de tequila. Había ahí una silla vieja de madera. Al sentarme, H y A se miraban como entreviendo lo que pasaría después en el escenario apenas descriptible. "¿Qué se supone que pasaría?", me dije a mí mismo. H y A, enterados y leyendo el gesto de extrañeza en mi rostro, se miraron e indicaron hacia el frente con las manos. De nuevo volvía a sonar el radioteatro de aquel lanzamiento en la superficie. El boliche se oscurecía. Una voz en off servía de intro al espectáculo que estaría a punto de comenzar. La voz era la de Juan Marino, inquietantemente viva. En el momento que su parlamento se desarrollaba y llegaba a su conclusión, ordenó a todos los comensales a que "abrieran sus libros". H y A miraban de forma cada vez más intrigante. Intuían que algo no andaba bien con mi naturaleza. Entonces en un puro golpe de silencio procuraron que el libro NN que llevaba guardado en la chaqueta fuera abierto, como así lo ordenaba Marino, abriéndose paso con su vozarrón espectral entre los presentes. Las luces volvían al boliche. Luces de fuego y de parafina. Los libros fueron abiertos de súbito. Ninguno parecía contener nada. El mío, que reposaba a un costado de la mesa, tampoco figuraba inscripción alguna. Hasta que algo similar a una música siniestra de opereta se iba fraguando. A medida que la música recorría un pasaje de intensidad, los libros abiertos dibujaban en su contenido una historieta. Los rostros impávidos de H y A comenzaban a irritarse. El del resto de los comensales se descomponía de tal manera que seguían el mismo compás destructivo de la música y el espacio del boliche cerrado, a punto de saturarse. Mi rostro se hinchaba de una emoción oscura, incomprensible. No podía articular palabra alguna. Cuando apenas conseguía vislumbrar en ese trance el contenido que iba surgiendo de las páginas de aquel libro desconocido, el secreto se hizo evidente: se trataba de una serie de viñetas en las que se iba componiendo una representación fidedigna de todo lo que había ocurrido en el sueño. Cada paso. Cada escena. El lanzamiento. El boliche. Cada personaje con su respectivo rol estaba siendo transcrito en ese libro con absoluta verosimilitud. La escena final de la ceremonia en el boliche era el clímax de alguna suerte de rito. La realidad del sueño había sido usurpada para formar parte de la diegesis de esa historieta final. O quizá la propia realidad onírica no era otra cosa que la diegesis en sí misma del cómic. El nombre del libro comenzó a hacerse patente, conforme los comensales, agotados, se preparaban para retirarse y tal vez volver al exterior por la escalera de caracol hacia la película. El nombre de ese libro era "Réquiem". Todos y cada uno de nosotros habíamos estado viviendo dentro de un ejemplar inédito de esa obra. No había un afuera de ese libro así como tampoco no hay un afuera de la realidad del sueño. La película, por su parte, seguía en marcha. Todo a su alrededor se sumergía en ese visionado.