miércoles, 7 de febrero de 2024

En el siglo del “descalabro”, presentimiento del Final. Reseña analítica de “Escatología. Poemas para un holocausto nuclear” (2020) de Vladimir Boroa.

El año 2020 fue un año desastroso, catastrófico e incierto, en un plano material, humano y existencial. Cambio de década, cambio de paradigmas. Y los cambios fueron violentos, aciagos. Nos encerraron contra nuestra voluntad para ponernos a resguardo de un virus letal. Jugaron con nuestra psiquis y nuestro organismo. Olimos el germen de la muerte que pululaba invisible y que amenazaba con liquidarnos, si es que no obedecíamos a las autoridades de turno.

A todas luces, el arranque de la década nos dio la bienvenida a un mundo que presentía cada vez más cercana la intuición del fin, pero de aquel fin milenario, ya predicho por las Sagradas Escrituras y por todos los credos religiosos de la Antigüedad. Aquel fin humano ya constatado durante el siglo XX, el siglo que parecía haberle pertenecido por entero al Diablo.

¿Para qué poetas en tiempos de angustia? Se preguntaba Holderlin. Su pregunta viene a cuento, otra vez, en esta nueva y angustiante jornada. El lenguaje de la poesía sobrevive, cual bicho sagrado, a la hecatombe, o hace lo posible para sobrevivir, aunque tenga que recoger por pedazos sus significantes, sus ritmos y sus imágenes, a riesgo de volverse radiactivos. Así, tenemos en el poeta Vladimir Boroa un vivo ejemplo de este recurso de la palabra poética de cara a un mundo en franca decadencia y una coyuntura geopolítica del todo crítica.

No es fácil poetizar sobre la muerte y el apocalipsis, sobre la condición mortal del hombre y la finitud de la vida y del mundo y, al mismo tiempo, irradiar belleza y elegancia. Ya lo han hecho de manera magistral algunos maestros como Cioran, Caraco y Ligotti. El gran mérito de Boroa es que se atrevió a su propio viaje lírico rumbo a la inclaudicable desintegración de las cosas humanas.

Su poemario “Escatología. Poemas para un holocausto nuclear” (2020) remite a una realidad geopolítica muy reciente y, por cierto, a una realidad histórica ya vivida: la de la Guerra Fría y las dos Guerras Mundiales. Incluso va más allá: su canto elegíaco a los finales se apronta a épocas remotas de la humanidad, en donde el hablante realiza un recorrido existencial, evocando en cada tiempo y en cada espacio el presentimiento de los finales, pero unos finales mortales, porque, a la larga, son parte inexorable de la propia materia viva.

El poemario se divide en tres grandes partes: El Tiempo, El amor o la destrucción y Escatología. Poemas para un holocausto nuclear. Era inevitable que Escatología (del griego, “estudio de lo último” o “tratado de los finales”) comenzara versando sobre el Tiempo, aquel devorador de sus propios hijos, como lo señalaba en la mitología sobre Cronos.

A modo de introducción, cual génesis fúnebre, se hace patente el tópico del Tempus Fugit, el tiempo fugaz, cual cuchillo, cual arena movediza y cual vampiro, metáforas perfectas de la fugacidad del tiempo y su paso inexorable, por qué no, asesino. Hay reminiscencias al viaje de Odiseo: “La Nada es el destino de la Muerte;/ No hay hombre ni mujer que no despierte/ entre aquel sueño del cual hemos venido”. También se rememora, paradójicamente, el olvido como materia de ese propio tiempo destructor. El relojero, su figura, aparece evocado, la arena de su reloj es la medida de lo que comienza y de lo que acaba: “y todo aquello que es este presente/ ya ha sucedido”.

El hablante no se conforma con graficar una sola impresión de los finales. No. Para él, la historia humana conocida sirve de campo idóneo para el desenvolvimiento de la escatología. Así, figura Cronos en ese enclave, y además Molk, la figura del sacrificio en la religión cananea. El Gehena, infierno judío, es mencionado y pinta un contexto religioso antiquísimo, porque la religión establece el principio y el fin mismo de la civilización humana.

A todo paraíso, se le antepone su infierno. A toda tierra le corresponde su trascendencia y también su falso Dios. A toda vida, su muerte. El hablante lo deja expresar a través de algunos sonetos y poemas en medida libre, con un lenguaje pletórico en metáforas y con elegancia métrica y rítmica.

El tiempo humano es sacrificable. La infancia figura ardiente. La nostalgia, la melancolía y el crepúsculo son parte del corazón y el espíritu humano. El mundo y su acabóse lo presienten y lo acogen. El tópico Ubi Sunt ¿Dónde están? No podía faltar. La pérdida es parte integral de la condición humana, podría decirse que su cualidad característica. Recordemos el “ser para la muerte” heideggeriano. Con la muerte se pierde, aunque también se gana ¿acaso un nuevo plano de consciencia? ¿Una nueva perspectiva sobre la vida misma? ¿Un mejor entendimiento de todo lo que nos rodea, oscuro en su comprensión pero diáfano en su sensibilidad?

El hablante se siente tan parte del tiempo que sabe que acabará con él. Se sabe tan parte de la historia humana que siente a Homero, a los dioses toltecas, a Sofócles y a Dante morir a su lado, respirándole cual apariciones fantasmales. Los siente vivos porque él también zozobra en su vivencia, porque también siente que va a morir y que los va a acompañar.

La muerte en el poemario se despliega como intuición humana aunque también es representada en sus elementos naturales. El agua está presente en forma de símbolo de lo vivo que fluye: el tiempo, ese tiempo que recurre y que no deja de pasar. La niebla es representada en forma de tiempo invernal, tiempo de recogimiento y de incertidumbre. A otro día, el rocío, la aurora, presagian un nuevo despertar, un presagio que dura y que acaba, a fin de cuentas. Postquam vitae, después de la vida, solo resta el escepticismo nihilista: la nada, el vacío.

En el proceso, se agotan los caminos, y el caminante, aquel caminante de Antonio Machado ya ha perdido el propio andar. Sin guía, sin sueños, sin recuerdo ni destino, su camino se dirige hacia la muerte, pero, a la larga, como señala el propio hablante lírico: “Sé como el caminante/ que sabe que el final está adelante,/ y atrás, solo una herida que se cierra”. La vida, el tiempo, su materia mortal, sería esa herida que debe cerrarse y cicatrizar para siempre.

Memento Mori, recuerda que morirás, es el tópico antiguo que cierra el ciclo y que se conjuga perfectamente con el Tempus Fugit. Como el tiempo es fugaz, recuerda que vas a morir: “Entrégate a la hora postrimera,/sonríe a tu final correspondido”.

En la siguiente parte, El amor o la destrucción, el hablante vuelve indisoluble el sentimiento del amor con el sentimiento sobre los finales. Pareciera que aquí el amor es el lenguaje del sentimiento ido, del sentimiento humano que fue y que dejará de ser. Por lo mismo, se repite mucho la despedida, el agradecimiento, el adiós. Luego, la añoranza, la pérdida, ¿Dónde estás?, la despedida.

Un mundo distópico, apocalíptico, agónico, alguna vez fue un jardín rebosante de sensaciones y de emociones de alta vibración, pero ahora rebosa de desconsuelo, desesperación, desamparo, desesperanza, un pathos negativo, trágico, tanático: “Tal vez un mundo todavía espera/ pero jamás van a ceder sus puertas./ Teníamos la llave y la perdimos./Seremos siempre un viaje inacabado”. Todo lo cual remite a aquella frase demoledora de Franz Kafka: “Bastante esperanza, infinita esperanza, pero no para nosotros”. Lo apocalíptico es, en sí mismo, kafkiano. Nuestro mundo lo es, en su cualidad escatológica.

La parte que cierra el poemario, a modo de trilogía, le otorga el nombre: Escatología. Poemas para un holocausto nuclear. Y no podía faltar la alusión directa a Oppenheimer, el físico responsable de la primera bomba atómica. “Ahora me he convertido en la muerte” repite el hablante, citando al Bhagavad Gita, a su vez, citado por el propio Oppenheimer, quien gustaba de la poesía. Un soneto atómico homenajea al físico y, a su vez, rememora su cruenta creación como una plausible amenaza real contra nuestro mundo reciente.

En 1945, fecha paradigmática, el hablante invoca el aliento de la muerte, en la forma del fuego: “El fuego emerge como un Sol naciente/ hasta alcanzar el cielo”. En El punto decisivo, parece exclamar: “Maldito ha sido el corazón humano”, dejando en claro que el propio ser humano fue el responsable y el artífice de su perdición, consumido por su propia oscuridad, en una cita indirecta a Joseph Conrad y su clásico “Corazón de las tinieblas”.

Hay en “Guerra fría” una mirada crítica sobre el pasado bélico e incluso una lectura ácida sobre el presente: “Yo solo puedo ver/una guerra de ciegos que defienden/sus absurdos puntos de vista”. Más adelante, el hablante, constatado el imaginario catastrófico del que es testigo, intenta aferrarse todavía a la vida, a través de la espera de un amor que no regresa, el sentimiento vital del baile, la danza de la muerte, la proyección profética frente a la “caída de Babilonia” y una fiesta de máscaras, entendiendo que toda la vida humana fue eso: una mascarada, un baile desenfrenado de apariencias, donde los rostros reales eran demasiado sórdidos para ser descubiertos.

La muerte arroja una última evocación en dicha parte del poemario, y el hablante habla de evanescencias y distancias para intentar realizar un último recorrido, quizá un recorrido de despedida de este mundo y de este plano. Aparece Comala como destino posible, la utopía figura invertida al aludir que “donde vaya habrá ruina”. Viaja incluso a la Madre Patria, articulando un recorrido a través de los orígenes de su lengua. Por lo mismo, el hablante se siente quijotesco y, de hecho, reivindica al Quijote, un Quijote en plena era posmoderna, luchando contra los molinos atómicos.

El viaje nostálgico continúa y ya tampoco hay Ítaca. Vuelve a su presente y no queda ni la Patagonia. Nuestras latitudes también le dicen adiós al hablante lírico de los finales escatológicos. “Será triste abandonar/ toda esta grandeza profanada”, sentencia, a modo de confesión última. Y, ante el desparpajo de la vida, incluso acaba su sentido. Al sentirse frágil, finito, la siente estéril, carente de significado, de trascendencia. Es el nihilismo palpitante de las intuiciones postrimeras. Un epílogo vacilante, escéptico, en la zozobra perpetua.

“Quizá un lenguaje para los finales, exija la total abolición de los otros lenguajes”, decía el poeta Roberto Juarroz. Sin embargo, no es así para Vladimir Boroa. Él apuesta, en un auténtico trabajo de arqueología y hermenéutica, a reivindicar las formas poéticas de la tradición grecolatina para otorgarle voz y cuerpo a sus textos, en un intento arriesgado por revitalizar lo que lleva en sí mismo el germen de la descomposición. Al versar sobre los finales, de manera paradójica, el hablante vuelve a la vida las formas poéticas que se pretendían acabadas.

El reloj simbólico, creado por el Boletín de Científicos Atómicos, representa la proximidad de la humanidad a posibles amenazas a su existencia. Hoy, 2024, ha sido colocado a 90 segundos de medianoche, según dicen, el momento más peligroso desde la Guerra Fría.

Las distintas insurrecciones ocurridas en Hispanoamérica, la crisis pandémica y los encierros, la guerra entre Ucrania y Rusia, el conflicto entre Israel y Palestina, el enfrentamiento geopolítico entre potencias, los levantamientos de agricultores en diferentes partes de Europa y los incendios ocurridos en diferentes zonas de Chile configuran el escenario siniestro ya pronosticado por los científicos y, mucho antes, por los mismísimos profetas de toda laya.

Vladimir Boroa, con su poesía, se propuso crear un auténtico tratado poético sobre nuestros tiempos finales, así mismo, un canto elegíaco y escatológico a la realidad histórica que nos atraviesa, con sus aires de renovación caótica. Él mismo dijo: “La poesía escatológica se ha desprendido del carácter idealista respecto a los finales de las eras. Se trata de un imaginario materialista, o –si esto molesta a los filósofos materialistas-, realista”.

En fin, para el poeta, la realidad material se plantea como el imaginario perfecto para la representación de los finales, a través de la palabra poética. Fue la realidad, la realidad palpable, la realidad histórica, la maestra, y la poesía, la trompeta angélica que anunció el rumor del final definitivo, la hora del fin. Más allá del hombre, el completo silencio.