miércoles, 3 de junio de 2020

Durante mayo, ocurrieron en Chile dos asesinatos a manos de sicarios, como si no tuviésemos suficiente con el relamido virus. El primero tuvo por víctima a un empresario residente de Con Con. Su victimario era un sicario de origen colombiano. Aún se investigan los móviles y al autor intelectual, pero los antecedentes hablarían sobre un terreno en Quilpué reclamado por el empresario ante su ocupación ilegal. El segundo ocurrió en Valdivia, y la víctima fue una joven llamada Helena Bustos, quien habría sido asesinada en extrañas circunstancias por dos sicarios, uno de ellos amigo de Helena, los cuales fueron contratados por dos mujeres, una hija y una madre que le ofrecían una pieza en arriendo a la víctima. Ya comienzan a visibilizarse las motivaciones del hecho de sangre, y estarían vinculadas con tráfico de drogas, de la cual derivan los clásicos “ajustes de cuentas”. 

Nada de esto tiene que ver necesariamente con el tema de la inmigración desaforada realizada durante el gobierno de Bachelet, puesto que los dos sicarios que mataron a Helena eran chilenos. No es un tema de inmigración, es un tema de violencia. Y cuesta creer que aún se conciba, en plena crisis mundial, el asesinato a sueldo. Cuesta creer, de hecho, a esta altura del partido, que aún se conciba el asesinato per se. Somos todavía demasiado inocentes respecto al devenir del mundo humano, o estamos ya demasiado naturalizados en la anomalía, decisivamente, curados de espanto.