jueves, 13 de septiembre de 2018

Al depa llegó un loco idéntico, pero idéntico a Joey Belladonna. Ocupa la otrora pieza de la chica misteriosa. Siempre que me ve por la casa saluda efusivamente y con terrible buena vibra, diciendo "buena campeón". Me contagia un tanto de su entusiasmo, y le respondo de vuelta, tratando de seguirle el hilo. Sale de vez en cuando de la pieza para cocinar algún menjunje. Le pregunté si acaso tocaba en alguna banda, dejándome llevar por su parecido con el vocalista de Anthrax. Decía que antiguamente, pero que a estas alturas estaba retirado de las pistas. De tanto en tanto repite la muletilla "compañero". En realidad, al loco se le veía medio hippie, pero con toda la facha de metalero vieja escuela. Decía haber vivido en el cerro La Cruz. Yo le decía que ese era mi barrio de infancia. Comentaba que estaba trabajando en una PYME. Algo relacionado con la mecánica automotriz. Repetía que empezó "de abajo", vendiendo ciertos repuestos exclusivos en una módica suma, con la cual iba generando interesados que luego le ayudarían en la conformación de un pequeño taller en Viña. Entendido en asuntos de mecánica, y en la compraventa de accesorios, me tenía atento mientras hervía algo de agua para echar unos tallarines. Preguntó luego a qué me dedicaba. Le decía que hacía clases. Recordaba haber tenido un amigo suyo, un loco de la banda, que era profe. "¿Por qué no armas una PYME? me refiero a clases particulares", sugería Joey con toda seguridad. La propuesta de la pyme educativa era una idea que ya me tenía dando vueltas, y que ya venía dada de cerca por otros consejeros un tanto más indeseables. Al loco le respondí que era una excelente idea, que de hecho era una forma de demostrar alguna remota capacidad de emprendimiento, no siempre sujetando el ejercicio de la pedagogía a la mera relación contractual. "Sí pues, compañero, así se va olvidando poco a poco de rendirle cuentas a un jefe, y arma su propio camino. Eso sí, cuesta caleta". El entusiasmo del compadre era a ratos contagioso, desconcertante por enérgico. "Hágalo. Pero vaya partiendo con algo en la mano". Al decir eso, empuñó un tanto la mano izquierda, a la vez que abría la olla hervida de fideos. Le pregunté que a qué se refería con ese algo en la mano. Si acaso al capital o a alguna clase de inversión cuantiosa. "Sí, a todo eso, pero no es lo esencial. Me refiero a otra cosa. A esto, a la garra", respondía. Volvía a repetir la muletilla un par de veces más, con total naturalidad, para reafirmar su espontánea convicción. Cuando echó los tallarines recién cocinados al plato, se retiró lentamente hacia la pieza y, antes de que cruzara el living, mencionó que "no lo olvidara". Desde la cocina, aunque ya sabiendo de lo que hablaba, le volvía a preguntar una vez más qué era lo que no tenía que olvidar. A lo lejos el loco no emitió ninguna otra réplica, y con la mano izquierda desocupada, se limitó a levantar el puño en alto, en un verdadero símil del gesto proleta. La garra ya no se sabía si tenía que ver con la pura actitud del metal o con el espíritu de lucha del "compañero".
Al despertar, una ínfima telaraña tejida en el interior de la pantalla de la lámpara del velador. Una termita alada, moribunda, figuraba cautiva en esa tela luminosa. Había dejado la luz prendida. Más bien, me había quedado dormido con la luz prendida. Antes que se me apagara la tele, dicha telaraña no existía. Al parecer, el arácnido dejó atrás la oscuridad de los libros del estante, para arrimarse hacia un objetivo más visible, irónicamente, menos evidente. Lo cierto es que no hay rastro del arácnido. Debe haberse escondido detrás del mueble o tal vez debe haber regresado a la acogedora sombra de los libros apilados al fondo. En cuanto rompí la telaraña metiendo la mano alrededor de la ampolleta, me di cuenta que habían por lo menos tres cadáveres de termitas. Más secos que un palo. Los tiré ventana abajo, y sin ánimo de buscar al fantasmal arácnido, desistí y lo dejé en paz, sea donde sea que esté. Después de todo, no era ninguno el daño que estaba haciendo con su presencia escurridiza, excepto pretender rellenar con su tela insolente los espacios vacíos de la pieza, como queriendo decir: agradece que hay algo acá dentro aparte de ti mismo.
Un año después de que David Foster Wallace publicara La broma infinita, 1997, se metió a estudiar contabilidad a la Illinois State University, en un intento de aprender a manejar el vocabulario técnico y como una forma de invocar a través de la escritura ese extraño mundo de la burocracia y la repetición en serie. A medio camino entre la fascinación y el tedio, Foster Wallace buscaba explotar el oculto potencial del lenguaje técnico, recreando personajes de oficina que en sus tiempos muertos dedican el tiempo a tomar apuntes y a ejercer el secreto arte del cálculo y la deducción de impuestos. A estos, el escritor les llamaba "vaqueros de la información", tratando de revestir tan anodina tarea de un halo de virtuosismo. David Foster Wallace entendió perfectamente el leitmotiv del hombre posmoderno de fines de siglo XX. El auge de la sociedad de la información vs la creciente soledad individualista del sujeto rebasado por la maquinaria. "El nuevo kafka", el operador anónimo que está llamado a codearse con la tecnología cada vez más avasalladora de un mundo hiperconectado, ya no sería solo el agente productivo e intrascendente de una larga cadena fabril, sino que, reinterpretado desde la óptica narrativa, aparece en los comentarios de Foster Wallace como el auténtico "vaquero del aburrimiento". La super producción informativa llevaría al sujeto no solo a dominar el enclave de un lenguaje cada vez más hermético y especializado, sino que, además, lo llevaría a dominar el terrible aburrimiento que envuelve su tarea, paradojalmente aséptica ante una red que la mueve a raudales, aun a pesar suyo. El mismo año en que Foster Wallace se sumergía en el esotérico mundo de la contabilidad, a intentar volverse un cowboy de la información y del aburrimiento, Radiohead sacaba Ok computer, tal vez la más grande metáfora musical sobre este fenómeno. Fitter happier, la funcionalidad vuelta santo y seña de los pequeños burócratas y sísifos encerrados en su metro cuadrado, tratando de encajar y de cumplir los trámites que echan adelante su existencia vicaria. Ok computer podría ser perfectamente la banda sonora de una novela con esta temática, tan característica de Foster Wallace. A diez años de su suicidio, sabemos que la broma infinita fue en parte su propia obra inacabada, y nuestro propio sentido estupefacto, lidiando día a día con la información y el aburrimiento como alicientes, para debatirse constantemente entre la acción y la resignación