lunes, 17 de agosto de 2015

Quedarse afuera

Uno de los vecinos de la casa me decía que un día se quedó afuera porque no tenía la llave principal de la puerta exterior. Una metálica que va a dar a la calle. Le dije "¿en serio?" y él enseguida defendió la veracidad del hecho, como si con la pregunta la hubiese cuestionado, arguyendo que para qué iba a mentir, si él no era un mentiroso. No fue menor. Tuvo que arrojar moneditas a la casa de al lado para que le abrieran, durante la madrugada y con la gente molesta por despertar tan temprano. Su respuesta, como protagonista del desatino, iba en relación a la verdad y no al impacto de lo ocurrido. Mi respuesta esa vez fue retórica. Era la fórmula del asombro ante un suceso tan inaudito como cotidiano. Le había dicho que era preciso mantener esa puerta siempre cerrada porque suele haber gente que se pone a dormir en el descanso entre la puerta y la escalera de acceso y no siempre con esa pura intención azarosa -Sosteniendo que la desconfianza sea un a priori que se va descartando en la medida que voy conociendo al otro, aunque sea arbitrariamente-. Si algo aprendí en mis tiempos de conserje fue la desconfianza como base para cualquiera que en calidad de extraño acuda a un círculo cercano, una mínima intuición del sentido de civilización, una extraña voluntad gregaria aprendida pasivamente, de acuerdo a un rol contractual, real solo por conveniencia, una puerta entreabierta al mundo aunque se tratase de un simple protocolo más implacable que el fluir de la bolsa. Aprendí que todas las puertas precisan estar cerradas, aunque ello signifique dejar afuera el vértigo de la aventura y toda la dosis de peligro que conlleve, y que en última instancia toda puerta no está del todo cerrada hasta que recibe una última apertura, ya sea en la vida o bien de amanecida en una de esas jornadas eternas.

El vecino consigue la llave, el acceso al habitat, y consigue a su vez una seguridad de contrabando, un halo de paz que solo un círculo cercano le permite, el calor por reacción a la inclemencia del afuera, la miseria andante que ama toda compañía, en la medida que tenga esa llave como símbolo de pertenencia, desde cualquier clase de viaje o de naufragio, porque alguien con una llave aunque sea un huérfano es casi siempre alguien que abriga una esperanza ciega, la posibilidad de abrir alguna puerta por ajena y distante que sea y sentirse adentro, de vuelta a cierta especie de hogar, como si fuese algún Ulises clandestino. Se puede no tener dinero pero sin una llave se está literalmente perdido, aunque ya no queden puertas. Aún así la llave no te acompañará al éxito ni al fracaso, solo garantizará tu acceso a cierto umbral de la realidad, por hermético o insondable que este parezca. Nunca supimos, a pesar de ser vecinos, que esa respuesta frente al quedarse afuera de noche, paradójicamente tan lejos y tan cerca de la propia habitación, era sencillamente la ironía para superar nuestra condición de auto exiliados por el azar, para recordarnos qué tan cerca se está realmente de la calle y de las cosas que se temen por demasiado próximas. Dentro de la casa todos debiesen hablar el mismo idioma. Pero el afuera estaba demasiado cerca. En el lenguaje se encuentra todavía nuestro principal abandono. Pero el malentendido acaba siendo la llave secreta que abre una puerta imprevista, la ganzúa que nos hace violar el límite de la noche, sin palabras, para entrar por la fuerza al sinsentido original de nuestra rutina.