lunes, 11 de diciembre de 2017

Un youtuber chino, Wu Yongning, conocido en la web como rooftopper por su habilidad para realizar acrobacias en estructuras elevadas y sin ningún tipo de protección ni seguridad, había muerto hace un par de días atrás luego de caer desde lo alto del edificio Huayuan International Centre de 62 pisos en China. El hecho quedó registrado por la cámara que lo estaba filmando en el momento de la funesta maniobra. Generalmente la mente y el espíritu del rooftopper, junto con el de otros deportistas extremos, se condiciona para lo peor. Sabía, en cierta forma, que tras cada paso en falso podía estar contenido el acabóse. En cada arribo hacia la cima la caída latente podía ser mucho más pesada. Conforme su nervio buscaba el equilibrio, la distensión podía resultar mucho más devastadora. Eso Yongning sin duda lo comprendía, y el resultado fue digno de una tragedia olímpica, eso sí, inmortalizada bajo la óptica indolente de la conexión en línea. Todos lo vemos caer, y no podemos volver a observar el momento de la caída sin sentir también el vértigo de la imagen frente a la pantalla y la reproducción del vacío. Él cayó producto de su pasión y su obsesión, consiguiendo cierta gloria y un heroísmo absurdo en el error. Nosotros, al mirarlo, también caemos, presos del morbo de nuestra propia vacilación, consiguiendo, en su lugar, una perplejidad adictiva. Decía Kundera: "Aquel que quiere permanentemente llegar más alto, tiene que contar con que algún día le invadirá el vértigo". Al igual que aquel que quiere permanentemente sentir más de cerca, de manera vicaria, la experiencia de la caída, la experiencia de la muerte.
El solemne sonido de la llovizna pegando en la ventana, un día Lunes desocupado de fin de año, me sirve, a estas horas, de arrullo mental.