martes, 19 de julio de 2016

Veo en los cyber una proliferación de jugadores en línea. Parecen verdaderos insectos en masa amantes del ludismo cibernético. Muchos de ellos, viejos, de mi edad, cercanos a la treintena, midiéndose con pendejos escolares, jugando juegos ya conocidos como World of Warcraft, Counter strike, Call of Duty, etc. Un comentario de uno de ellos me sorprende: "el otro día me quedé hasta las cinco de la mañana intentando armar la party en el cyber". 

No lo culpo. Yo me quedaba hasta mucho más tarde tratando de pasar etapas, y en completa soledad. Pero en la cómoda soledad de mi pieza de púber, con una consola comprada por mis padres. Este loco, en cambio, está haciendo de la experiencia un estilo de vida. Incluso, alguien no entendido en la materia, puede llegar a confundir la party del juego con una party real, en su legendario término de entretención social poblada de alcohol y de sexo. 

Hay ya no tanto una manía por el juego de estrategia RPG, sino que una fiebre por la conexión en línea contra jugadores de otras latitudes y, sobretodo, contra jugadores en el mismo espacio, (los llamados "tarreos") llevando la experiencia lúdica-virtual a límites esquizofrénicos, en los cuales los jugadores, estando en el mismo espacio y tiempo, ya no hablan entre ellos, sino que entre sus avatares virtuales dentro del juego que sea que estén jugando. No se trata de una acusación moralista ni mucho menos, (también me considero gamer), es solo la impresión de que el juego mismo, entendido no solo como imaginario informático, ha sido llevado a otro plano de jugabilidad que se confunde con la vida misma. 

En mis tiempos todavía se hacía la disociación entre tiempo real y tiempo virtual. Había tiempo para pensar en pasarse el próximo juego y tiempo para la sociabilidad en esencia, fuera de la pantalla, fuera de la pieza. Porque era la época del reinado de las consolas. Hoy inclusive el formato físico ha perdido preponderancia, siendo posible emular esa misma experiencia con la conexión a internet, y con una dinámica de juego prácticamente infinita, que no dispone de un final específico ni una historia lineal. 

Pareciera que los ingenieros actuales piensan en el videojuego cada vez más como una droga que somete a su jugador a una experiencia recursiva de aburrimiento y entretención, tal como el drogadicto que luego de un período de abstinencia pide más droga solo para volver a su estado anterior. Pareciera que los videojuegos, lejos de matar el aburrimiento, están construidos psicológicamente para provocarlo en sentido inverso, solo como una estrategia consumista. 

Yo francamente hace rato perdí la brújula. Ya no me atrae jugar como lo hacía antes. Solo vivo de la nostalgia y de la gloria de los viejos juegos de consola que se daban vuelta solo o con la ayuda de unos cuantos amigos. Cada juego era un desafío y, a su modo, una obra de arte autónoma porque requería de un sacrificio de tiempo y energía real para dar con su final. Pero ya simplemente no entiendo ese vicio del juego en línea que no acaba. Es como si el jugador, ya sin el clímax del juego, solo acabara envuelto en otro simulacro del espectáculo social.