lunes, 3 de abril de 2023

Chile, el rebaño perfecto de Latinoamérica

 Artículo de costumbres publicado para un ramo de Literatura española en la U. Inspirado en los artículos de costumbres de Mariano José de Larra.

Escrito aproximadamente en mayo del 2010.


Es tarde. Parece que alguien silba lejos, muy lejos, queriendo desvelar oídos vírgenes. Sí, los oídos de quienes exigen su llamada vehemente, como para enriquecer su indiferencia al menos durante el lapso del sonido. Me encuentro quizá, en alguna parte de esta ciudad, con un fragmento de mi yo, tratando de dejar una constancia sobre mi pertenencia al próximo grupo. Es la tendencia, dicen. Un lenguaje intrincado de retórica y de interpretaciones atomizadas es lo que identifica siempre a los vírgenes oídos. Casi un coqueteo con la llamada babel americana. Y es que no quiero sonar redundante: el sonido, o mejor dicho, el susurro invisible de la comunicación abierta, la llamada democratización de los medios, es recibida como un prodigio por todo el rebaño chileno. Es el silbido del pastor anunciando proféticamente el encuentro con un Dios material, tan democrático como rentable al precio del bolsillo de cualquier ciudadano de Chile. Así, todos esperan su propia porción de Dios, poseída con sus propias manos: el universitario –de cualquier especie- con la convicción férrea de ganar su título de ingreso a la “máquina”; el hombre del mercado central con la esperanza de emprender lo suficiente como para conseguirse un negocio propio –por lo demás, lejos de tanto mercadeo inútil y gregario-; los famosos pirateros, que abundan en Santiago, en la calle Pedro Montt y aún más en Internet, con el sueño de legalizar su trabajo, sin los cuales ninguno de nosotros tendría un real acceso a la cultura, -dado su precio, según parece, proporcional a su valor y calidad, de acuerdo a los señores invisibles allá arriba-; los maniqueos partidarios izquierdistas y derechistas, cada cual con su particular forma de rascarse el ombligo y de secretar su caudal económico (en muchas ocasiones me ha tocado lidiar con dichos seres plagando de folletos las plazas de Valparaíso, y haciendo más mierda esta gran mierda de rebaño de medias tintas); los hombres caritativos, los solidarios de turno, los Don Franciscos trasnochados, con un impulso inconsciente de ayudar tras la excusa del terremoto –extrañamente ocurrido durante el gran Bicentenario-, sin tener ni la más mínima idea de todo lo que hay detrás, (sí, la típica excusa de estos amantes del deber, los he escuchado más de una vez: su servicio incondicional al Estado, a la Patria, su amor a los hombres, su cristianismo, su conveniencia); los punkies a la moda (claro, somos los ingleses de Latinoamérica), que se paran ahí en la farmacia Cruz Verde de Francia y en el Parque Italia; los skinhead (de ellos no se sabe si son “nazis” o si son “antis”… da lo mismo); los mendigos de las calles (víctimas del sistema, como yo, como ustedes, como el presidente); los célebres perros vagos (cada uno con su propio baño individual a lo largo y ancho de las calles, qué envidia); todos (y si, más de alguno se me escapa: los seudo hippies que venden artesanía en las plazas -ejemplos de emprendimiento-; los típicos canutos exegetas de la Palabra; los mormones que más parecen venir por lo pintoresco, por lo fenómeno, por lo híbrido de Chile, que por un real sentido de la vocación religiosa, etc, etc.), todos ellos, y muchos más, ahora tienen algo que los une: su obediencia a su propio Pastor Personal. Y es que el Pastor crea la ilusión de la propiedad en sus ovejas para hacerlas delirar con sueños emancipatorios. Sí, mi país (¿mi país?) pareciera ser también una propiedad.

A menudo, cuando oigo los noticiarios o, mejor dicho, cuando me invade la información amarilla como por asalto, como es el caso del diario La Estrella con su persuasivo gancho de muerte o violencia en primera portada, intuyo de manera inmediata la extensa maquinaria consciente del Pastor. Puedo oler su rastro también en cada una de sus ovejas, en su filiación a sus seducciones, en su coqueteo con la posesión –como antes mencioné-. Fenómeno, que pareciera emular a manera de engendro el gran proyecto multi-estado yanki. Y es que los ingleses de Latinoamérica constituyen la vanguardia sudaca. Sí, es el orgullo de la oveja chilena. Todo dentro de ella refleja su espíritu altivo. Un ejemplo de las tantas consecuencias de esto es el añejo cuento de la superioridad del chileno frente al peruano y al boliviano (tan ovejas como nosotros, al fin y al cabo) por lo de la Guerra del Pacífico y el conflicto del mar. He aquí que las palabras del Pastor son las palabras del rebaño. La mayoría se toma tan en serio estas palabras, que llega al punto de considerar a Chile como una especie de nobleza latinoamericana. Suelo escuchar a menudo por las calles a ciertos engendros de naturaleza hostil, herméticos en su submundo de extraños matices delictuales (sí! víctimas del sistema, como yo, como ustedes, como el presidente), llamados flaites, enorgullecidos de ser chilenos por saberse de memoria aquella pervertida historia, y la guardan, y la propagan como biblia entre sus pares y sus descendientes (felices de reproducir robóticamente todo lo validado por el Pastor), mientras se reúnen gregariamente en cada rincón baldío de los cerros y en cada sórdida esquina del barrio puerto -como verdaderas aves de rapiña-, y el mito se difunde hasta que los medios lo subliman y lo vuelven a pervertir. Asimismo, estos flaites (extraviadas ratas de laboratorio de la posmodernidad chilensis) podrían quizá llegar a poseer una hebilla o etiqueta que los distinga del resto del rebaño. Paradójicamente, estos engendros parecieran poseer identidad propia, un sello característico “chileno”, que los distingue de toda una multitud atomizada hasta el hartazgo en la orgía de la fragmentación globalizada. (Claro, todo en ellos es identificable: su “música”, que puede servir de banda sonora para todo tipo de excesos machistas y de iniciaciones prostibularias; su monstruosa y hermética modulación del idioma; su ropaje plagiado de la cultura underground afroamericana –de por sí, más digna y auténtica-).

A mi modo de ver, todo aquel revoltijo sociocultural, que va desde tribus urbanas, pasando por los mismos flaites, hasta llegar a políticos e intelectuales con chovinismo sudaca al uso pero de amplia raíz primermundista (apellidos raros, difíciles de pronunciar, como evidencias vivas de un criollismo insufrible o de un esnobismo hipócrita), representa algunos de los tantos colores y máscaras de esta gran hermandad, este gran rebaño, tan llano y dispuesto para partir, para seguir una vez más, para oír en sus oídos vírgenes el llamado del deber, del progreso, del paraíso estrecho para las masas, y es que ese paraíso tricolor nos crea nuevamente la ilusión de la propiedad. El Pastor juega con sus ilusiones, y los límites de este interminable cercado que es Chile, esta palabra abstracta usada más en vano que el propio Dios, son los límites de cada una de las criaturas que contiene. Aun si quisiesen salir (ya sea, al extranjero, en busca de oportunidad laboral, o en busca de respirar “aire puro”) llevarían consigo ya el germen de su condición chilena, digo, de su condición borrega, hacia todas partes.

No importa si la oveja se escapa del rebaño: ella misma es el rebaño. Así, el chileno medio, con su ciego optimismo en la disposición paternal del sistema, se suma una vez más a este show mediático, a este circo de fenómenos híbridos, e inmediatamente quiere buscar el espacio que le pertenezca por derecho. El Pastor entonces le concede ciertas libertades a sus ovejas, y cada cual con su propia burbuja, su propio paraíso artificial. Ejemplos de estos paraísos son: el mundillo de la TV, toda su parafernalia ávida de rating fresco y virgen, el mundillo de la política, con el maniqueo conflicto izquierda-derecha, seguida de la fórmula binaria de la oferta y la demanda, el mundillo de las subculturas, con su quimera diversificada, su fingido caos adolescente, su tan mentada “posmodernidad”, el mundillo del “carrete” (el ejercicio mecanizado de la diversión juvenil, una plaga de sucuchos de mala muerte son su templo, y el alcohol, su agua bendita, sobre todo aquí en Valparaíso. Y cada vez que rondo dichos sitios entran más y más ovejas de los más insólitos colores y sabores, con la excusa de sentirse importantes junto a su grupillo, de liberar un hondo instinto de fuga y de desenvolver un vago sentido de la independencia –quizá personal, sexual o meramente económica-), y por sobre todo, el mundillo de las familias felices. Se me olvidaba también, el mundillo del sentimiento barato, de las emociones con lágrimas de plástico, esa que propugna borrar las diferencias del rebaño para reunirlas en torno a un fin común, siempre de acuerdo a los señores invisibles allá arriba, y su naturaleza proteica toma la forma habitual de lo que conocemos por Teletón, y, actualmente, por campañas pos terremoto bicentenario, de las cuales su forma anterior y primigenia –Teletón- usufructúa de manera exquisita.

Sí, pienso que la cotidianidad del chileno es su sello característico. En ella se deja ver todo su potencial borrego. El típico discurso de que “el trabajo dignifica”, el trabajo aquí, el trabajo acá y la cacha de la espada. Claro, como si el trabajo tuviera un valor intrínseco en sí mismo, y no fuera sólo un medio para llenar el estómago, llenar el hogar, llenar el yo, llenar la nada, llenarlo todo. De ese modo, y de acuerdo a toda esa lógica, el chileno se siente feliz de vivir en su burbuja, vive para el día a día, vive y aprende, en su espíritu borrego, el ímpetu reaccionario del Pastor, al punto de que odia el “cambio”. Y ojo, he aquí que esta misma palabra haya sido astutamente prostituida en altares propagandísticos como panacea reivindicativa. Sí, otra vendida de pomada. Otro cuento del tío más. Demasiado tarde. El chileno, en su afán constante de diligencia, de eso que lo identifica con su Pastor, se funde en un abstracto engranaje de arquitectura ingenieril, y reniega una y otra vez de aquello que no es como él. Por ello, rechaza el ocio. Es más, el ocio del chileno no le pertenece, y entra en la lógica del entretenimiento, mas no en el cultivo interior de la persona ¿Qué hace generalmente el chileno en sus tiempos de ocio? Gatilla el infructuoso zapping, en un eterno retorno de la TV abierta a pesar de la TV por cable, compra el diario impulsivamente para acudir a la sección de crucigramas, y a la sección de minas. ¡Sí! Minas, minas etéreas, tan sexuales como falsas, porque el chileno nunca se conforma, siempre quiere más, y más, desea a su propia puta imaginaria como a su casa propia imaginaria y como a su sueldo ético imaginario. Ese es el ocio del chileno. Y la palabra ocio es un pecado para el sistema. Es un error. Es una aberración que debe sublimarse sirviendo de utilidad para el rebaño. De ese modo, volvemos a la manía del tener, del poseer. Las ovejas, comprando y vendiendo su propia lana, se odian entre sí. Tanto flaites como cuicos, tanto pacos como reos, tanto políticos como civiles, venden y venden su propia lana y se odian entre sí, porque uno tiene más lana, y el otro la vende más cara y el otro la compra más barata. En fin, todo esto refleja, una vez más, el carácter de paraíso estrecho de este llamado fin de mundo. Según dicen, esa es la tendencia. El Pastor articula otra vez su lenguaje ovino, y las modas comienzan a resurgir. El calor de las hormonas marca su dirección, y ya es hora de acabar con el show y continuar la marcha incesante.

El conteo quimérico de las ovejas saltando el cercado del Pastor, aparece como otra de las tantas ilusiones administradas ingenierilmente por los que tiran de las cuerdas. Sí, casi siempre insisten en recalcar el carácter utópico de Chile, su profundo gregarismo borrego: El Chile que todos queremos, Unidos por Chile, Unidad Nacional, la Roja de todos, todos juntos, juntos, apretados, confundidos. Tienen razón: desde los ojos del Pastor no existen personas, individualidades. Chile es ahora el rebaño perfecto de Latinoamérica. ¡Viva la democracia!

Gabriel Palomo