lunes, 3 de abril de 2017

Mientras estaba afuera en la calle, sin poder entrar al edificio, un gato se escondía detrás de un kiosco. Miraba fijamente a una torpe paloma que estaba en medio de la vereda sin inmutarse. La mirada del felino se clavaba fija en el ave. El viento le seguía la corriente. Pero a ratos lo traicionaba. Porque la paloma se movía al compás del viento. Se mantuvo estoico en una posición sigilosa, esperando el momento de abalanzarse sobre el animal alado. Estuvo harto rato tanteando la posibilidad. En cierto minuto, “la pensaba” demasiado. No sabía que otro observador se hallaba deseoso, expectante de que él cumpliera su cometido natural. En eso, sin mediar aviso, un sujeto joven, con audífonos, cruzó justo al medio de la trayectoria que separaba al gato de la paloma. Digamos que cruzó la trinchera de una latente cacería. El gato no se daba cuenta, demasiado concentrado en su presa, pero el sujeto cruzó casi a un costado de la paloma, temiendo que esta saliera volando y frustrara el objetivo de nuestro felino. Sin embargo, la paloma permanecía allí, sin que nada la perturbase. Algo pasó de pronto, que el gato comenzó a retroceder lentamente. Y, al mismo tiempo, la paloma, sin viso de querer volar, fue caminando hacia la acera. Parecía que el gato estuviera encontrando un mejor ángulo de acecho, o un espacio más discreto, pero, contra toda expectativa, estaba desertando de la cacería, en un auto sabotaje inaudito. La paloma seguía caminado con calma, solipsista, como si nunca hubiese advertido la presencia de nadie, ni de quien suscribe ni de su frustrado cazador. El gato, a lo lejos, ya sin ninguna señal ni esperanza, saltó hacia la ventana abierta más próxima. En realidad, nunca fue de la calle. Siempre fue una mascota doméstica. Su intento de cacería en la calle era quizá su forma de probarse ante la naturaleza, todavía como un ser salvaje, que no ha perdido del todo su instinto de sobrevivencia. Así como la paloma nunca dejó de ser lo que fue, el gato, en cambio, se volvió repentinamente humano. Conoció de cerca la frustración, la indiferencia de su presa, y, por extensión, la del mundo, mientras volvía apurado por aquella ventana, seguramente a pasar el hambre con un poco de leche o de atún congelado.

Mini Market Norma

El otro día mi madre me contó una noticia que según ella me mataría. Literalmente. Una noticia que le contó la abuela del Cerro La Cruz un día que fue a visitarla. Resulta que su hermana Cecilia vivió toda su vida cerca de la población número 5 de Gómez Carreño. Le habló que allí había una señora vendedora muy conocida en el barrio. Su negocio era el único en toda la cuadra. Siempre iba a comprar allí la abuela con su hermana en aquellos años, incluso cuando ya se habían instalado definitivamente con toda la familia. El negocio era llamado Mini Market Norma. La dueña era una señora muy popular, porque además de esa faceta comercial se le conocía por su pasión: la música. Se le veía salir al bar Cinzano en Valpo en busca del ambiente bohemio de la zona. Inclusive, se le escuchaba componer canciones campestres que tocaba para los suyos en las juntas de vecinos. La señora Norma entonces se debatía entre su tienda y entre sus aventuras musicales. Para ella, decía su propia hija Myriam, la música era su auténtico rubro. De hecho, luego de nacer la primera nieta, poco a poco buscó inculcarle ese su arte, que creía poder iluminar el destino y el corazón de todo el barrio, en esa Viña del Mar opacada por la crudeza del contexto, a modo de presagio sobre lo que debía suceder en todo el país, en aquel tiempo álgido archisabido por todos. Años 80. La relación de la señora Norma con su nieta era muy fuerte. La unía aquella convicción artística. Myriam seguía de cerca ese lazo fecundo, inaudito, mientras se ocupaba del viejo negocio de su madre. La abuela le dijo a mi madre, que un día al llegar a la tienda de la señora Norma vio a dos niñas entusiastas, ayudando con las ventas y con los productos. Años más tarde, se enteró que lamentablemente la señora Norma había fallecido hacía un tiempo. Que casi todo el sector de Gómez Carreño se hallaba de luto. Que la tienda del barrio iba a ser atendida completamente por la señora Myriam. Así, le terminó de relatar quienes eran aquellas misteriosas niñas que colaboraban con el negocio. Una de ellas, la que ayudaba en el mesón, la mayor, resultó ser precisamente la nieta regalona de la señora Norma, aquella a quien acompañaba a cantar boleros, y a quien le enseñaba todos sus secretos. Esa pequeña niña se llamaba Norma Monserrat, en honor a su abuelita. Monserrat Bustamante. Hoy conocida por todos como Mon Laferte. Al terminar de escuchar aquella noticia de boca de mi madre, un fin de semana, ciertamente cumplió su cometido: Me mató dulcemente.... El resto ya es historia.