miércoles, 8 de agosto de 2018

Un amigo de la u, escritor inédito aún, al que siempre he admirado, se acercó ayer a la casa. La junta era por un asunto de pega, pero terminó siendo sobre Pessoa, inteligencia artificial, literatura y meta literatura. Decía que estaba en la seca en materia de trabajo pero siempre escribiendo. Decía en cierto modo, que por ese mismo motivo no estaba trabajando: porque se dedicaba más que nada a escribir. Contaba sobre un concurso de cuentos en la Dirección de trabajo. El concurso se llamaba "Mi vida y mi trabajo". Hablaba de jugosos premios. 700 lucas, un notebook, scanner, e impresora de uso doméstico o familiar para el primer lugar; 500 lucas, un notebook por el segundo; 500 lucas por el tercero y tres menciones honrosas por 100 mil pesos cada una. “Wn, como estás ahí? Con 700 lucas de aquí a fin de año, por puro garabatear pescás. Chao jefe”. La idea era deliciosa y sobre todo plausible. No solo la idea de ganar plata escribiendo, sino que la idea de ganar plata y renunciar al trabajo. La idea de ganar plata en un concurso sobre el trabajo para luego no trabajar en lo que queda del año. “Wn, este es el futuro. Hay que puro hacerla”. El amigo se veía decidido. Había pensado en la posibilidad de ganarse el premio mayor para no preocuparse en tener que mendigar unas horas en un colegio, por lo menos en lo que resta de tiempo. Esa sola idea empujada por una imaginación a prueba de méritos era suficiente. Su elucubración ya era lo suficientemente narrativa, literaria, como para llevarla a cabo por el solo hecho de joder. Fuera de hueveo, me dejó pensando. Postularé al concurso. Le dije al amigo que tenía anécdotas y crónicas de sobra relacionadas al trabajo, al trabajo y sus desventuras, a la pedagogía y sus contratiempos. La suerte estaba echada. Su tómbola. La palabra estaba echada, para graficar la realidad del trabajo a partir del ocio y postular a su postergación indefinida mediante la diegesis como apuesta al abismo. Al marcharse de vuelta a casa, el amigo avisaba que mañana tenía una entrevista temprano en algún colegio de Gómez Carreño. Parecía decir que de eso estaba hablando. De la pega y su contraparte. De la pega y su reescritura desocupada. Escribir sobre el trabajo desde la cesantía. Postular a la bonificación económica de tan absurda ¿ocupación? “Acuérdate de mí. Ganaremos ese premio. Pero yo voy por el mayor”. Una sonrisa cómplice a la distancia gatillaba la competencia, una amistosa competencia que no tenía otra garantía que la ficción, y el deseo hambriento de mandar todo a la mierda y tirarse las pelotas tranquilo de una vez por todas para seguir arrojando ficción como condenado hasta que el sentido de realidad vuelva a corroer las sienes.