sábado, 17 de octubre de 2015

En una clase sobre el género dramático recuerdo que repasando el origen del término tragedia esta va asociada desde antaño al canto del macho cabrío, al culto festivo y desenfrenado de la naturaleza, y con ella, al culto del dios del vino. Una alumna extrañada por esa definición preguntó: "¿Pero cómo es eso, si la tragedia implica algo malo, triste, y el canto y la fiesta son algo alegre, algo que es positivo?". Pensé en un ejemplo práctico: Usted cuando celebra por algún motivo ¿Lo hace solamente por aquellas cosas más agradables, placenteras, satisfactorias de su vida? ¿O también hay momentos en que se decide a celebrar precisamente para ahogar en el fondo de su corazón aquello que representa la cara opuesta: las penas, los remordimientos, los deseos reprimidos, aquello incontrolable pero muy en el fondo suyo?. Pues la tragedia, así vista, en relación con el teatro, buscaba representar la vida no solo en su aspecto grandioso sino que también en su aspecto más oscuro, incomprensible, incluso abyecto, pero no por ello menos noble. Las fuerzas de la naturaleza, simbolizadas por el dios Dionisio, estaban implicadas en la fuerza y el sino de los hombres. La alumna apuntaba, a pesar de no conocer la teoría, a una cuestión esencial: La compleja relación entre tragedia y fiesta, cuan cerca o lejos se está de alguna de ellas y cuan próxima o distante se halla una de la otra. "Entonces, cada vez que haga un brindis, pensaré en la tragedia. Y cada vez que me encuentre mal, pensaré en el dios del vino". Aunque lo hubiese dicho en broma, de eso se trata. Los textos dramáticos no son una mera lectura dominical. En esa revelación, aunque anecdótica, significativa, hay un comienzo. ¿A qué? Solo ella debe descubrirlo. A su manera. Aprender puede hacerte sufrir, pero también amar. En ese momento ella sola, sin saberlo, es Medea, Electra, Yocasta, etc. Toda la literatura ya está en nuestro interior. La tragedia es, por lo tanto, conocimiento.