lunes, 2 de noviembre de 2015

Cuando se indaga en la vida de los autores que con tanto ahínco leíamos y llegábamos a admirar como en una teoría del espejo, como retrato de nuestros anhelos más recónditos o, por el contrario, más que a nosotros mismos, estrechamos ese velo de distancia que nos hacía creer que existía por la sola razón de haberse hecho de un nombre. Nuestros autores queridos acaban siendo una especie de compadres de los cuales no teníamos noticia, compañeros que bajo la ley de las palabras aman nuestra miseria. Estoy pensando por ejemplo en el desatendido poeta Pezoa Veliz, del cual una vez escribí un ensayo a propósito del aniversario de su muerte, sobre su trascendencia para la antipoesía y su cualidad autodidacta a pesar de la adversidad que, en el fondo, desarrollaba porque no le quedaba otra, no por una ambición ni una pose contracultural. Por otro lado, está Rodrigo Lira, el poeta kamikaze, incomprendido hasta el fin, sarcástico pero a la vez triste, brillante y explosivo como un balazo a discreción. El poeta Pavese, otro herido, con sus continuas problemáticas sentimentales. Se decía además de la poetisa Sylvia Plath (según relata David Markson) que antes de acabar con su vida en el horno de la casa preparó la comida para los niños que dormían durante la noche. A lo que voy con esto es que no hay nada más contraproducente que enseñar la obra como algo completamente ajeno a la circunstancia vital de quien la interpreta. Se corta esa conexión honesta entre distintos ombligos, unidos mediante el poder de la interpelación textual. Un alumno en la escuela, iniciado recién en estos avatares, no puede hacer la separación abstracta, teórica, tajante entre literatura y vida. Lo que lee debe primero sentirlo como una jugada en el patio de la casa, como discurso de sobremesa un domingo familiar, o, en última instancia, como aquella parte de su imaginación que le está recordando que la realidad está allí, debajo de la cama, en la vista a la ventana vecina, en la oscuridad a la vuelta de la cuadra. Lee en cierta medida como un acto de reconocimiento o de abandono de si mismo. No puede simplemente abstraer a la primera porque, en cambio, necesita hacer ese algo palpable: la propia vida en la de otro, o la de aquel otro que se cree solamente inscrito y enseñado de manera disciplinar, en otra hoja, en otro pedazo de celulosa entregado a la fuerza porque sí, porque es por su bien, muy a pesar suyo. Un nombre en el papel no le restará mortalidad, no le restará sangre al hecho de que aquel que alguna vez habló detrás de esas líneas también tuvo todo el rumor del mundo a cuestas, pagando el alquiler, removiendo los escombros de un camino prestado, sobreviviendo a los embates de siempre, el dinero, los sueños, el amor, repetidos lo suficiente para no volverse superficiales, y no caer en la vergüenza de una falsa idolatría. La diferencia estriba en enseñar ese punto de quiebre: del papel como supuesta garantía de trascendencia y la vida del dedo que la desplaza, simplemente vivo, porque a la larga estudiar y leer no son imprescindibles, aunque eso signifique postergar el tiempo que va pasando. Lo que importa es descreer de los ídolos, señalar ese lazo que une al primer y último hombre, porque todo acaba, tarde o temprano, porque nunca nada es suficiente. Entonces resta el recuerdo de que se tuvo algo que decir o, simplemente, el deseo mudo, intransferible, de haber querido vivir alguna maldita vez.