domingo, 14 de noviembre de 2021

Ayer vimos El cielo está rojo en el Insomnia, documental sobre el incendio de la cárcel de San Miguel ocurrido hace 11 años. Lo que más me impactó fue el desamparo del Estado palpable en las prisiones chilenas, y la auténtica indolencia humana a través de los distintos registros y montajes. Cómo habrá sido el nivel de crudeza del filme que incluso un compadre que estaba sentado adelante, de pronto, se levantó molesto, empezó a imprecar al aire, sin previo aviso, en medio de la función, y se fue rápidamente. Quedamos descolocados. Pero aquella imprecación puede explicarse por la extrema sensibilidad de los hechos proyectados o bien por el reflejo del sujeto en el pathos de la tragedia.
-¿Así que anduviste saliendo con una profesora de filosofía?

-No, mi amor, son puras falacias de sofistas presocráticos.
La nueva moda instalada en política para neutralizar al otro: llamarlo extremo. Corre para todo tipo de cosas. "Erí entero extremo, erí entera extrema, erí terrible extremista".

Cine en su casa: "Sea of love" (1989) de Harold Becker

Vuelve la sección "Cine en su casa". Esta vez "Sea of love" (1989) de Harold Becker.
Sinopsis: Frank Keller (Al Pacino) es un policía maduro y solitario que antes de jubilarse debe resolver un último caso. Se trata de encontrar a la asesina de varios hombres con los que se ha relacionado a través de la sección de contactos personales de una revista. Sus pesquisas le llevan hasta Helen (Ellen Barkin), una sensual mujer con la que Frank iniciará una relación tan apasionada como peligrosa.
La canción de Robert Plant and The Honeydrippers, “Sea of Love” sirve de soundtrack para la película.
Nada como un blockbuster ochentero para un sábado por la noche.


Otro fragmento del intento de novela romántica existencial que estoy escribiendo, entremezclada ficcionalmente con contingencia y otras yerbas:

-Cuántos recuerdos en esa casa ¿no crees?-. Ella me escuchó. Se dio vuelta lentamente y me miró a los ojos: -Dime, pero en serio ¿sabes realmente lo que quieres?-. -Pero obvio, ¿por qué me lo preguntas?-. -Es que de repente siento que no lo tienes claro-. -Pero por supuesto que sí. Estar contigo. Eso es lo que quiero-. La tomé fuertemente de las manos: -Solo te pido que seas honesto. –Lo soy-. -No juegues conmigo, por favor-. –Nunca lo haría-. Me pidió que la llevase a su nueva casa. La vieja solo la ponía melancólica. Entonces, bajamos como pudimos esa interminable calle nocturna, bien arrimados uno al lado del otro. Al llegar, nos abrazamos y besamos furiosamente para luego follar como si al día siguiente nos arrojaran a la fosa común. Fueron, ciertamente, instantes que aún viven en la memoria como un osario después de tanta carnicería. ¿Quién pensaría que, mucho después, las cosas llegarían a precipitarse de la forma que lo hicieron? ¿Quién pensaría que un muro de odio se levantaría para dividirnos la vida entera? Con qué facilidad damos nuestra palabra en momentos que creemos de íntima comunión, para luego romperla al más mínimo inconveniente. Allí donde lo nuestro era una fiesta, se prolongaría más allá de lo necesario, pactando un compromiso improbable en el que el caos pasaba a ser un destino. Tal parece que ese sería el libreto de nuestra historia, tal parece que esa sería la política del mañana, el caos, y no cabía allí otra alternativa que la sospecha o la desilusión.