martes, 18 de junio de 2019

Durante la tarde ayer un par de alumnas me llamó para ir a sus puestos. Querían contarme algo. Me confesaron que un hombre extraño las había perseguido a la salida, desde el instituto en la esquina de la plaza hasta llegar prácticamente al terminal La Ligua. Dijeron haberse sentido muy asustadas. Solo atinaron a entrar al terminal y sentarse donde había harta gente esperando buses. Tanto fue el asedio que, según una de ellas, el hombre esperó y se fue a sentar justo al lado, disimulando que esperaba alguna micro. Tuvo que llegar el bus que ellas tomarían para recién poder respirar tranquilas, aguardando al sujeto a lo lejos, mientras permanecía en el terminal y se devolvía hacia paradero desconocido. La contaban como una anécdota más, pero rememorando la tensión vivida en esos momentos. Explicaron que nunca habían vivido algo similar, cuestión que las preocupó sobremanera. A su vez, les conté que nunca unas alumnas me habían confesado un hecho tan delicado y de tales características. Solo atiné a recomendarles que, cuando sucediera eso, se alejaran lo más posible y frecuentaran algún lugar público, repleto de gente, evitando rincones y pasajes oscuros. No quise mencionar la palabra denuncia, porque supe que era un consejo al uso, y que significaría lidiar con la siempre ineficaz burocracia investigativa. Para qué molestarse con eso. Así que únicamente me limité a darles alguna indicación práctica, ya que su confesión denotaba un objetivo más bien catártico. Querían, en cierta forma, desahogarse, expresar el malestar experimentado. Y yo, por un lado, quería ofrecerles la seguridad que de un profesor se espera; aunque, por otro, en mi fuero interno, simplemente deseaba seguir escuchando con lujo de detalles ese escabroso suceso, traumático pero repleto de una intriga potencial, de una morbosa línea argumental.