domingo, 20 de mayo de 2018

Sobre el escrúpulo de los quisquillosos de Cannes al ver la última película de Lars Von Trier, The house that Jack built.
El hecho de que todavía haya gente que se escandalice con una película, (a estas alturas en que ya casi nada asombra en términos visuales) me indica que el séptimo arte goza aún de buena salud y aún puede sustraerse de su elemento meramente espectacular y complaciente. Igual, en todo caso, el tópico del asesino como artista es más antiguo que el hilo negro, con Thomas de Quincey en su El asesinato considerado como una de las bellas artes o la propia Seven de Fincher, con el loco Kevin Spacey sumando muertes como brochazos.
En la U leía un concepto, no me acuerdo de qué clase de teórico latinoamericanista, llamado "colonialismo mental". En efecto, después de que un pueblo alcanza su independencia política o su soberanía territorial, su cultura, su idiosincracia, en cambio, sigue estando dominada por algo que en términos esotéricos puede llamarse "egregor" o bien por un elemento del inconsciente colectivo que la impulsa a la subordinación. Pese a todo eso, al viejo discurso de la libertad, al relamido discurso de la democracia contra la monarquía, bañado en sangre, huesos, entrañas, nuestro equipo televisivo, pequeña colonia contemporánea, sigue haciendo cobertura inmediata y en tiempo real de todos los entretelones de la boda entre el príncipe de Gales y la ahora duquesa de Sussex. Y no podía ser menos, para un evento de tamaña magnitud: audiencia colonial, rating seguro. La televisión al servicio de lo real, digo, de la realeza.
"Nada hacía presagiar... que sería el próximo Stieg Larsson".

Dentro de cada movimiento siempre hay cínicos. El de la causa feminista no es la excepción. Más allá de los polemistas deliberados como Gumucio al estilo Houellebecq, o incluso de la caricatura reaccionaria de un Tomás Jocelyn Holt, existe un caso menos mediático, ambiguo pero no por ello invisible: el del sujeto que apoya la causa solo como forma de avanzar en el plano sexual. Aquel que repite todas las consignas irreflexivamente, pero que, a la larga, solo lo hace para quedar bien con las mujeres y así, ojalá, conseguir sus favores. Ha renunciado a la honra, a la crítica y, en cambio, ha adoptado el arte de la máscara como estilo de vida. Todas sus acciones y declaraciones son calculadas con la intención libidinal. Se trata nada menos que del porsilaponguista renovado.