domingo, 2 de abril de 2017

Ella, la compañera del departamento, se había quedado afuera de la reja de la calle, ayer Sábado. Me llamó por si estaba en la casa para poder abrirle. Le dije que sí. Bajé entonces. Ya junto a la reja me comentó que esta vez no era porque se le había extraviado la llave, sino que porque no pudo abrir la puerta con ella. Intentamos ver si era un problema de la llave o de la chapa. Después de varios intentos, definitivamente el problema con la puerta era de la chapa. Se echó a perder o alguien de adentro la cambió. La compañera llamó al arrendador para avisarle. Decía que por mientras esperáramos hasta que él llegara para solucionar el asunto. Mientras subimos de vuelta al departamento, ella comentaba, preocupada, sobre quien habrá sido el que cambió la chapa, y por qué lo hizo. Le aclaraba que, por lo pronto, había que coordinarse con el resto de los compañeros para saber quien estaría en la casa y quién no. Asintió la idea, entendiendo que no quedaba otra, ante el misterio de la situación y la falta de explicaciones. Por fin, frente a la falta del acceso al hogar, se mostraría un poco de comunicación y de organización entre los inquilinos, aunque fuese por la fuerza, como medida de emergencia. 

La compañera volvía a la pieza. Quedábamos en que cualquiera de los dos le iba a avisar al otro sobre cualquier novedad. Eso, justo después de que ella mandara un mensaje a todos los inquilinos, por el grupo de whatsapp, contándoles la anécdota de la chapa. En eso tocaron el timbre del depto. Abrí y era una joven del quinto piso. Confesó que ella fue quien cambió la chapa, con autorización de la administradora del edificio. Sintió no haber comunicado la situación a tiempo a todos los inquilinos, y comenzó a explicar los motivos. La interrumpí para que viniese la compañera del depa. De ese modo, junto a ella, la joven explicó que cambió la chapa de la puerta para negarle al acceso a un supuesto ex que vendría de improviso durante el fin de semana, un ex que, de acuerdo a su versión, tenía prohibida la entrada al edificio. Nos mostró una foto del sujeto para que lo identificáramos y así le negáramos el acceso. La joven vecina volvió a disculparse ante el inconveniente y antes de despedirse nos mostró las nuevas llaves. Dijo que ya había hablado con el arrendador, y que, de todas formas, iba a estar repartiendo llaves a todos los departamentos del edificio. Con la compañera del depa dijimos que era una medida comprensible, pero hecha muy a puertas cerradas –paradójicamente-. De modo que ella, ante la falta de copias para las llaves, considerando que era ya muy tarde para ir a cerrajerías, se comprometió a sacarlas el lunes a primera hora y, acto seguido, propuso que hiciésemos un horario de la rutina de cada uno para el domingo, con tal de conocer el momento en que alguien estuviese en la casa y así coordinar el acceso de todos. 

En la mesa conversábamos un poco respecto al itinerario de cada uno. El día domingo, increíblemente, sería el día en que casi todos estarían afuera. “Sí o sí en algún momento la casa quedará vacía. Hay que ver cómo cubrir ese vacío”, dijo de forma entusiasta e incluso poética, la compañera. El hecho era que la casa quedaría deshabitada. El arrendador llamó pronto y se comprometía a dejar la llave nueva en el living. Quien se la llevara asumiría la responsabilidad sobre el acceso al departamento, al menos hasta el día lunes. Resultó, sin embargo, que ninguno de los inquilinos del depto se llevó la susodicha llave nueva. Así pasó toda la mañana y gran parte de la tarde, tiempo en que la casa efectivamente permaneció vacía, inaccesible, hermética. 

Ya de vuelta a la casa, el domingo por la tarde, me encontré yo mismo en la misma situación de mi compañera el día sábado. Afuera, en la calle, sin poder entrar. Solo que con la realidad del vacío de la casa. Llamé a mi compañera. Dijo que llegaría en una hora. Los inquilinos también decían algo parecido. Esperé un buen rato en la calle, tratando de que el vecino del primero, que vive cerca de la reja del edificio, me abriese gentilmente la puerta. Fue inútil. Música a todo chancho. Caso omiso o, sencillamente, departamento ausente. Solo me quedaba esperar a los demás o quedar a la expectativa de que alguien saliese por esa condenada reja y me permitiese el paso. Creí por un instante que, a causa de la situación de la joven que cambió la chapa por motivos sentimentales, muchos de los que viven en el edificio empezaran a confundir a cualquier extraño o personaje desconocido con el ex de la joven que tenía prohibido el acceso. Eso lo pude notar claramente en el último inquilino del edificio que intentó abrir la puerta. Efectivamente no pudo. Me acerqué y le expliqué todo, sobre el por qué la llave no abría la reja de la puerta, y sobre la verdadera razón del cambio de chapa. También le pareció que era una medida demasiado personalísima. El inquilino entró entonces por el costado. Con algo de desconfianza. Una suspicacia movida seguramente por el conocimiento de aquel lío de faldas. Prometió abrirme la puerta desde adentro. En ese transcurso de tiempo la ansiedad crecía. Hasta que, al rato, el inquilino abría sin problemas, pero todavía con la duda, con la incertidumbre sobre la subrepticia decisión de la joven que afectó por un día, quizá sin quererlo, a toda la comunidad. No deseaba que su ex entrase ni se pusiese en contacto en ella, pero, inevitablemente, también provocó que muchos, circunstancialmente, tampoco pudiesen hacerlo un día domingo. Dicen que el amor abre algunas puertas, pero también cierra otras. En fin, nada nos asegura que para la próxima salida, tras la caótica consecuencia de una decisión, la puerta de regreso continué abierta, ni que para la próxima entrada, recogiendo nuestra sombra, podamos volver a salir, ilesos, sin nada que contar.

Hell or high water

En Hell or high water veo algo muy similar a lo que vi en No country for old men. Una relectura del western moderno. Una visión crítica y ácida sobre el sistema norteamericano. La pobreza concebida como enfermedad, que se transmite de generación en generación, que empuja al hombre a obrar contra todo pronóstico, incluso transgrediendo la ley para defender la ley de los suyos. Los protagonistas se ven conminados a robar para pagar la hipoteca del rancho familiar. Se hace presente de inmediato Bertol Brecht con su oportuna frase: "¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?". Considerando que el banco para la película sea la sucursal del mal que aqueja a nuestros anti héroes. En ese dilema que enfrenta a los protagonistas, subvertir el orden con tal de velar por lo propio, percibo también el dilema de Heisenberg con Pinkman en Breaking Bad. Seguir el único camino para salvar lo que se ama, pero volverse malo en el trayecto, aun consciente de que en el proceso se corre el riesgo de perderlo todo. Por otra parte, en el retrato descarnado de la sociedad, leo además algo de Las uvas de la ira, aquel clásico retrato sobre el infierno de la migración campo-ciudad, sobre el infierno de las expectativas en una país que provoca brechas cada vez más infranqueables, profundas. Quizá nada haya cambiado realmente desde La gran depresión al Siglo XXI. El sistema sigue imperturbable, administrando la miseria, y lo único que alcanza a definir a los hombres, cuando ya no tienen nada que perder, es su elección a la hora de decidir matar o morir, vivir o caer en el intento. La película de Mackenzie, entonces, nos interpela, con sus acciones temerarias, con sus razones e intenciones tan áridas como el páramo que separa a los personajes de la civilización. Nos plantea directamente un desafío: hasta donde estaríamos dispuestos a llegar con tal de no perder nuestro mundo. Dispara con total puntería contra nuestro acomodaticio sentido de control y seguridad. Nos vuelve la cara a la verdad. A la total asimetría del poder. A la intemperie personal y colectiva. Brinda por todos los expulsados del paraíso del bienestar. Brinda por todos nosotros, contra viento y marea.